domingo, 23 de enero de 2011
No puedes escribir una historia de amor. (Bukowski)
lunes, 10 de enero de 2011
Roncaderas.
Como en muchas otras actividades que me interesan apelo a la metodología de la observación para aprender los movimientos fundamentales que debe hacer un pescador para iniciar la actividad, por lo que una vez en la playa, realizo extensas caminatas hacia las puntas rocosas donde los pescadores eligen hacer sus lances. Claramente es la zona donde hay pique por que sin mediar palabra, ellos llegan caña y balde en mano y manteniendo una distancia mínima de dos metros y máxima de tres, se instalan a un lado del pescador que ya se encuentra allí y con la mejor cara de poker o mejor dicho de pesca, comienzan a preparar el equipo. Primero cortan la carnada, que generalmente puede ser camarón, mejillón o otro pescado, esto lo pregunte en la pescadería ya que al intentar acercame a uno que otro pescador solo recibí miradas frías y caras de "si no sabe jódase", por lo que en ese caso decidí ir a la fuente. Tras colocar la carnada en el anzuelo y atarla, dependiendo de las condiciones del mar es necesario elegir el peso de la plomada que se colocará, esto nos ayudara tanto en el alcance del lance, como a que la plomada resista los embates de la marea y se mantenga donde el pescador desea, esto último tampoco lo aprendí de los pescadores ya que como mencione anteriormente no son personas a las cuales les guste transmitir sus conociemientos, directamente fui a la fuente y le consulte a mi gran amigo google. Con esto listo uno puede realizar el lance, para eso camina hasta la orilla, permitiendo que el agua alcance apenas los tobillos, mira hacia sus alrededores de manera de no enganchar el ojo de algún transeunte distraído de la actividad pesquera al cual se le ocurra pasar por detras de la caña, ya que este acto sería como traspasar la línea de fuego en un polígono de tiro y ademas entorpecería el lance, lo cual lo haría ganador por lo menos de una linda puteada. Ademas es importante que en esa mirada se realice una mirada al resto de los pescadores, que sin duda disimuladamente estarán observando el lance, ya sea para criticarlo o admirarlo en un silencio absoluto. De ahí en mas a esperar que algún pez con la subliminal intención de pasar a ser pescado se acerque hambriento a un pedazo de camarón atado a un anzuelo que lo apresara a la línea a fin de ser sustraído de su mojado mundo marino. Varios días de minuciosa observacion de estos personajes costeros me hicieron creer que me encontraba en condiciones de al menos hacer un papel medianamente digno en mi transformacion estival a pescador de costa. Tome mi caña, mi valija con articulos de pesca, necesarios para asegurar cualquier imprevisto (una caja de anzuelos, varias plomadas, hilo, carnada, cuchillo, linterna, etc.) y a mi sobrino, un testigo que pudiera ayudar a escribir mis loas de gran pescador de la costa, donde se me mencionara como el hombre de pesca que al veranear solo comía los que conseguía sacar del mar, donde pasaba las primeras horas de la mañana y las últimas de la tarde en procura de alimento, tal como me habían hecho creer en mi adolscencia algunos personajes que prefiero no mencionar, ¿ por que a veces uno no dudará de lo que le dicen los adultos?. En fin, partimos hacia la costa, nos arrimamos lo mas que pudimos al último pescador de la línea costera, comenzando desde las rocas,hacía el centro de la bahía, a pesar de la mirada grosera dirigida por éste último, no logro que nos colocaramos a más de diez metro de él. Preparamos el equipo, atamos la carnada de forma de asegurarnos que no se fuera a escapar, incluso a costa de experimentar mas de una vez la aguda punta del anzuelo en las yemas de los dedos (quizás por esto los pescadores son tipos tan jodidos). Pusimos una plomada acorde a lo que decía internet y nos dispusimos a lanzar. En este punto debimos realizar un cambio a la metodología observada, ya que como lo mencionamos anteriormente la caña con la que contamos es un metro mas pequeña que lo indicado para la pesca de costa. Esto significa que para alcanzar la distancia deseada o aproximarse lo mas posible a ella, es necesario introducirse en el mar mas alla de los tobillos y practicamente mas alla de la cintura, quizás hasta la altura del pecho, en una maniobra sumamente valerosa, manteniendo el equilibrio, aguantando el frío y por sobre todo con la mirada cuestionadora del resto de los presentes, donde claramente puede leerse " no podra". El hecho es que realmente no pude y no solo perdí el equilibrio mojandome completamente, sino que tambien provoque lo que en el lunfardo pesquero se conoce como "galleta", que no es mas que un terrible enredo del nylon, el cual puede llevar algunas horas desenredar. Por suerte mi sobrino y en este momento silencioso testigo me ayudo a solucionar el problema, ya que ninguno de los pescadores que nos escoltaban tanto a diestra y siniestra fue capaz de ayudar o decirnos como evitar tan bochornoso episodio, de hecho esto de la galleta se repitio un par de veces mas, solucionandolo en completa soledad junto a mi ayudante. Entendimos que la causa del problema podría ser el uso de una plomada demasiado liviana, por lo que decidimos cambiarla por una que la doblaba en peso. Esta vez no sufrimos la vergonzosa "engalletada", en cambio el sobrepeso en la plomada provoco que la línea se cortara y perdiéramos varios metros de línea junto a la plomada, el anzuelo y la carnada. El rumor del mar podía transmitir de forma casi impersceptible las burlonas sonrisas de nuestros ya casi declardos enemigos de pesca. Mi sobrino intento abandonar la actividad y volverse a la casa, en ese momento ensaye un valiente discurso acerca de como encarar las situaciones complejas de la vida, a no tirar la toalla y enfrentar con firmeza los intrincados caminos y pruebas que este mundo nos obliga a transitar y así hacer frente al egoísmo, la falta de solidaridad y la clara actitud fascista que el hóstil entorno pesquero nos estaba ofreciendo en aquella tarde de verano. Mi sobrino se fué. Abnegadamente preparé una vez mas el equipo, esta vez con la clara actitud de quien a sufrido un tropezón y se levanta con mayor fuerza de la que provocó la caída, realice un lance medianamente aceptable. Tenía la conviccion de no sacar ese anzuelo del agua sin un pescado que lo estuviera mordiendo,con las últimas luces del crepúsculo, ya con pocos pescadores en la playa y con el frío que se empezaba a sentir, clave la caña como hacen los que saben y comence a recoger la línea, Neptuno me recompensó con un especimen de roncadera de no mas de quince centímetros, pero me recompensó. Volví con aire triunfalista, desaciendo el camino hasta la casa con mi trofeo a cuestas. Esa noche cené roncadera a la plancha, sólo ya que en mi casa a nadie le gusta el pescado.
El Sacerdote de William Faulkner
Había casi terminado sus estudios eclesiásticos. Mañana sería ordenado, mañana alcanzaría la unión completa y mística con el Señor que apasionadamente había deseado. Durante su estudiosa juventud había sido aleccionado para esperarla día tras día; él había tenido la esperanza de alcanzarla a través de la confesión, a través de la charla con aquellos que parecían haberla alcanzado; mediante una vida de expiación y de negación de sí mismo hasta que los fuegos terrenales que lo atormentaban se extinguieran con el tiempo. Deseaba apasionadamente la mitigación y cesación del hambre y de los apetitos de su sangre y de su carne, los cuales, según le habían enseñado, eran perniciosos: esperaba algo como el sueño, un estado que habría de alcanzar y en el cual las voces de su sangre serían aquietadas. O, mejor aún, domeñadas. Que, cuando menos, no lo conturbaran más; un plano elevado en el que las voces se perderían, sonarían cada vez más débiles y pronto no serían sino un eco carente de sentido entre los desfiladeros y las cumbres mayestáticas de la Gloria de Dios.
Pero no lo había alcanzado. En el seminario, tras una charla con un sacerdote, solía volver a su dormitorio en un éxtasis espiritual, un estado emocional en el cual su cuerpo no era sino un letrero con un mensaje llameante que habría de agitar el mundo. Y veía aliviadas sus dudas; no albergaba duda ni tampoco pensamiento. La finalidad de la vida estaba clara: sufrir, utilizar la sangre y los huesos y la carne como medios para alcanzar la gloria eterna, algo magnífico y asombroso, siempre que se olvide que fue la historia y no la época quien creó los Savonarola y los Thomas Becket. Ser de los elegidos, pese a las hambres y las roeduras de la carne, alcanzar la unión espiritual con el Infinito, morir, ¿cómo podía compararse con esto el placer físico anhelado por su sangre?
Pero, una vez entre sus compañeros seminaristas, ¡cuán pronto olvidaba todo aquello! Los puntos de vista y la insensibilidad de sus condiscípulos eran un enigma para él. ¿Cómo podía alguien a un tiempo pertenecer y no pertenecer al mundo? Y la pavorosa duda de que acaso se estaba perdiendo algo, de que acaso, después de todo, fuera cierto que la vida se limitaba sólo a lo que uno pudiera obtener en los breves setenta años que al hombre caben. ¿Quién lo sabía? ¿Quién podía saberlo? Existía el cardenal Bembo, que vivió en Italia en una era semejante a plata, semejante a una flor imperecedera, y que creó un culto al amor más allá de la carne, esquilmado de las torturas de la carne. Pero ¿no sería esto sino una excusa, sino un paliativo a los terribles miedos y dudas? ¿No era la vida de aquel hombre apasionado y hacía tanto tiempo muerto semejante a la suya; un tejido de miedo y duda y una apasionada persecución de algo bello y excelso? Sólo que algo bello y excelso significaba para él no una Virgen sosegada por el dolor y fijada como una bendición vigilante en el cielo del oeste, sino una criatura joven y esbelta e indefensa y (en cierto modo) herida, que había sido sorprendida por la vida y utilizada y torturada; una pequeña criatura de marfil despojada de su primogénito, que alza los brazos vanamente en la tarde que declina. Para decirlo de otro modo, una mujer, con todo lo que en una mujer hay de apasionada persecución del hoy, del instante mismo; pues sabe que el mañana tal vez no llegue nunca y que sólo el hoy importa, porque el hoy es suyo. Se ha tomado una niña y se ha hecho de ella el símbolo de los viejos pesares del hombre, pensó, y también yo soy un niño despojado de su niñez.
La tarde era como una mano alzada hacia el oeste; cayó la noche, y la luna nueva se deslizó como un barco de plata por un verde mar. Se sentó sobre su catre y se quedó mirando hacia el exterior, mientras las voces de sus compañeros se iban mitigando a su pesar con la magia del crepúsculo. El mundo sonaba afuera, y se eclipsaba; tranvías y taxímetros y peatones. Sus compañeros hablaban de mujeres, de amor, y él se dijo a sí mismo: ¿Pueden estos hombres llegar a ser sacerdotes y vivir en la abnegación y en la ayuda a la humanidad? Sabía que podían, y que lo harían, lo cual era más duro. Y recordó las palabras del padre Gianotti, con quien no estaba de acuerdo:
—A través de la historia el hombre ha fomentado y creado circunstancias sobre las que no tiene control. Y lo único que podrá hacer es dar forma a las velas con las que capeará el temporal que él mismo ha provocado. Y recuerden: la única cosa que no cambia es la risa. El hombre siembra, y recoge siempre tragedia; pone en la tierra semillas que valora en mucho, que son él mismo, ¿y cuál es su cosecha? Algo acerca de lo cual no ha podido aprender nada, algo que lo supera. El hombre sabio es aquel que sabe retirarse del mundo, cualquiera que sea su vocación, y reír. Si tienes dinero, gástalo: ya no tienes dinero. Sólo la risa se renueva a sí misma como la copa de vino de la fábula.
Pero la humanidad vive en un mundo de ilusión, utiliza sus insignificantes poderes para crear en torno un lugar extraño y estrafalario. Lo hacía también él mismo, con sus afirmaciones religiosas, al igual que sus compañeros con su charla eterna sobre mujeres. Y se preguntó cuántos sacerdotes de vida casta y dedicados a aliviar el sufrimiento humano serían vírgenes, y si el hecho de la virginidad supondría alguna diferencia. Sin duda sus compañeros no eran castos; nadie que no haya tenido relación con mujeres puede hablar de ellas tan familiarmente; y sin embargo, llegarían a ser buenos sacerdotes. Era como si el hombre recibiera ciertos impulsos y deseos sin ser consultado por el autor de la donación, y el satisfacerlos o no dependiera exclusivamente de él mismo. Pero él no era capaz de decidir en tal sentido; no podía creer que los impulsos sexuales pudieran desbaratar la filosofía global de un hombre, y que sin embargo pudieran ser aquietados de ese modo. "¿Qué es lo que quieres?", se preguntó. No lo sabía: no era tanto el deseo particular de alguna cosa cuanto el temor de perder la vida y su sentido por culpa de una frase, de unas palabras vacías, sin ningún significado. "Ciertamente, en razón de mi ministerio, deberías saber cuán poco significan las palabras".
¿Y en caso de que hubiera algo latente, alguna respuesta al enigma del hombre al alcance de la mano pero que él no pudiera ver? "El hombre desea pocas cosas aquí abajo", pensó. ¡Pero perder lo poco que tiene!
El pasear por las calles no hizo que viera más claro su problema. Las calles estaban llenas de mujeres: chicas que volvían del trabajo; sus cuerpos jóvenes y airosos se hacían símbolos de gracia y de belleza, de impulsos anteriores al cristianismo. "¿Cuántas de ellas tendrán amantes? —se preguntó—. Mañana me mortificaré, haré penitencia por esto mediante la oración y el sacrificio, pero ahora abrigaré estos pensamientos en los que ha tanto tiempo he deseado pensar".
Había chicas por doquier; sus delgadas ropas daban forma a su paso en la Calle Canal. Chicas que iban a casa para almorzar —el pensamiento de la comida entre sus dientes blancos, de su placer físico al masticar y digerir los alimentos, encendió todo su ser—, para fregar en la cocina; chicas que iban a vestirse y a salir a bailar en medio de sensuales saxofones y baterías y luces de colores, que mientras duraba la juventud tomaban la vida como un cóctel de una bandeja de plata; chicas que se sentaban en casa y leían libros y soñaban con amantes a lomos de caballos con arreos de plata.
"¿Es juventud lo que quiero? ¿Es la juventud que hay en mí y que clama hacia la juventud en otros seres lo que me conturba? Entonces, ¿por qué no me satisface el ejercicio, la contienda física con otros jóvenes de mi sexo? ¿O es la Mujer, el femenino sin nombre? ¿Habrá de venirse abajo en este punto toda mi filosofía? Si uno ha venido al mundo a padecer tales compulsiones, ¿dónde está mi Iglesia, dónde esa mística unión que me ha sido prometida? ¿Y qué es lo que debo hacer: obedecer estos impulsos y pecar, o reprimirlos y verme torturado para siempre por el temor de que en cierto modo he desperdiciado mi vida en aras de la abnegación?".
"Purificaré mi alma", se dijo. La vida es más que eso, la salvación es más que eso. Pero oh, Dios, oh, Dios, ¡la juventud está tan presente en el mundo! Está por doquiera en los jóvenes cuerpos de chicas embotadas por el trabajo, sobre máquinas de escribir o tras mostradores de tiendas, de chicas al fin evadidas y libres que exigen la herencia de la juventud, que hacen subir sus ágiles y suaves cuerpos a los tranvías, cada una con quién sabe qué sueño. "Salvo que el hoy es el hoy, y que vale mil mañanas y mil ayeres", exclamó.
"Oh, Dios, oh, Dios. ¡Si al menos fuera ya mañana! Entonces, seguramente, cuando haya sido ordenado y me convierta en un siervo de Dios, hallaré consuelo. Entonces sabré cómo dominar estas voces que hay en mi sangre. Oh, Dios, oh, Dios, ¡si al menos fuera ya Mañana!"
En la esquina había una expendeduría de tabaco: había hombres comprando, hombres que habían finalizado su jornada de trabajo y volvían a sus casas, donde les esperaban suculentas comidas, esposas, hijos; o a cuartos de soltero para prepararse y acudir a citas con prometidas o amantes; siempre mujeres. Y yo, también, soy un hombre: siento como ellos; yo, también, respondería a blandas compulsiones.
Dejó la Calle Canal; dejó los parpadeantes anuncios eléctricos que habrían de llenar y vaciar el crepúsculo, inexistentes a sus ojos y por lo tanto sin luz, lo mismo que los árboles son verdes únicamente cuando son mirados. Las luces llamearon y soñaron en la calle húmeda, los ágiles cuerpos de las chicas dieron forma a su apresuramiento hacia la comida y la diversión y el amor; todo quedaba a su espalda ahora; delante de él, a lo lejos, la aguja de una iglesia se alzaba como una plegaria articulada y detenida contra la noche. Y sus pisadas dijeron: "¡Mañana! ¡Mañana!".
Ave María, deam gratiam... torre de marfil, rosa del Líbano...