martes, 28 de diciembre de 2010

Menos Julia


Felisberto Hernández
(Uruguay, 1902-1964)

Menos Julia
(Originalmente publicado en Sur
Nº 143, Buenos Aires, septiembre, 1946)
Nadie encendía las láparas
Buenos Aires: Sudamericana, 1947


En mi último año de escuela veía yo siempre una gran cabeza negra apoyada sobre una pared verde pintada al óleo. El pelo crespo de ese niño no era muy largo; pero le había invadido la cabeza como si fuera una enredadera; le tapaba la frente, muy blanca, le cubría las sienes, se había echado encima de las orejas y le bajaba por la nuca hasta metérsele entre el saco de pana azul. Siempre estaba quieto y casi nunca hacía los deberes ni estudiaba las lecciones. Una vez la maestra lo mandó a la casa y preguntó quién de nosotros quería acompañarlo y decirle al padre que viniera a hablar con ella. La maestra se quedó extrañada cuando yo me paré y me ofrecí, pues la misión era antipática. A mí me parecía posible hacer algo y salvar a aquel compañero; pero ella empezó a desconfiar, a prever nuestros pensamientos y a imponernos condiciones. Sin embargo, al salir de allí, fuimos al parque y los dos nos juramos no ir nunca más a la escuela.
Una mañana del año pasado mi hija me pidió que la esperara en una esquina mientras ella entraba y salía de un bazar. Como tardaba, fui a buscarla y me encontré con que el dueño era el amigo mío de la infancia. Entonces nos pusimos a conversar y mi hija se tuvo que ir sin mí.
Por un camino que se perdía en el fondo del bazar venía una muchacha trayendo algo en las manos. Mi amigo me decía que él había pasado la mayor parte de su vida en Francia. Y allá, él también había recordado los procedimientos que nosotros habíamos inventado para hacer creer a nuestros padres que íbamos a la escuela. Ahora él vivía solo; pero en el bazar lo rodeaban cuatro muchachas que se acercaban a él como a un padre. La que venía del fondo traía un vaso de agua y una píldora para mi amigo. Después él agregó:
—Ellas son muy buenas conmigo; y me disculpan mis...
Aquí hizo un silencio y su mano empezó a revolotear sin saber dónde posarse; pero su cara había hecho una sonrisa. Yo le dije un poco en broma:
—Si tienes alguna... rareza que te incomode, yo tengo un médico amigo...
Él no me dejó terminar. Su mano se había posado en el borde de un jarrón; levantó el índice y parecía que aquel dedo fuera a cantar. Entonces mi amigo me dijo:
—Yo quiero a mi... enfermedad más que a mi vida. A veces pienso que me voy a curar y me viene una desesperación mortal.
—¿Pero qué... cosa es ésa?
—Tal vez un día te lo pueda decir. Si yo descubriera que tú eres de las personas que pueden agravar mi... mal, te regalaría esa silla nacarada que tanto le gustó a tu hija.
Yo miré la silla y no sé por qué pensé que la enfermedad de mi amigo estaba sentada en ella.
El día que él se decidió a decirme su mal era sábado y recién había cerrado el bazar. Fuimos a tomar un ómnibus que salía para afuera y detrás de nosotros venían las cuatro muchachas y un tipo de patillas que yo había visto en el fondo del bazar entre libros de escritorio.
—Ahora todos iremos a mi quinta —me dijo—, y si quieres saber aquello tendrás que acompañarnos hasta la noche.
Entonces se detuvo hasta que los demás estuvieron cerca y me presentó a sus empleados. El hombre de las patillas se llamaba Alejandro y bajaba la vista como un lacayo.
Cuando el ómnibus hubo salido de la ciudad y el viaje se volvió monótono, yo le pedí a mi amigo que me adelantara algo... Él se rió y por fin dijo:
—Todo ocurrirá en un túnel.
—¿Me avisarás antes que el ómnibus pase por él?
—No; ese túnel está en mi quinta y nosotros entraremos en él a pie. Será para cuando llegue la noche. Las muchachas estarán esperándonos dentro, hincadas en reclinatorios a lo largo de la pared de la izquierda y tendrán puesto en la cabeza un paño oscuro. A la derecha habrá objetos sobre un largo y viejo mostrador. Yo tocaré los objetos y trataré de adivinarlos. También tocaré los objetos de las muchachas y pensaré que no las conozco.
Se quedó un instante en silencio. Había levantado las manos y ellas parecían esperar que se les acercaran objetos o tal vez caras. Cuando se dio cuenta de que se había quedado en silencio, recogió las manos; pero lo hizo con el movimiento de cabezas que se escondieran detrás de una ventana. Quiso volver a su explicación, pero sólo dijo:
—¿Comprendes?
Yo apenas pude contestarle:
—Trataré de comprender.
Él miró el paisaje. Yo me di vuelta con disimulo y me fijé en las caras de las muchachas: ellas ignoraban lo que nosotros hablábamos, y parecía fácil descubrir su inocencia. A los pocos instantes yo toqué a mi amigo en el codo para decirle:
—Si ellas están en la oscuridad; ¿por qué se ponen paños en la cabeza?
Él contestó distraído:
—No sé... pero prefiero que sea así.
Y volvió a mirar el paisaje. Yo también puse los ojos en la ventanilla; pero atendía a la cabeza negra de mi amigo; ella se había quedado como una nube quieta a un lado del cielo y yo pensaba en los lugares de otros cielos por donde ella habría cruzado. Ahora, al saber que aquella cabeza tenía la idea del túnel, yo la comprendía de otra manera. Tal vez en aquellas mañanas de la escuela, cuando él dejaba la cabeza quieta apoyada en la pared verde, ya se estuviera formando en ella algún túnel. No me extrañaba que yo no hubiera comprendido eso cuando paseábamos por el parque; pero así como en aquel tiempo yo lo seguía sin comprender, ahora debía hacer lo mismo. De cualquier manera todavía conservábamos la misma simpatía y yo no había aprendido a conocer las personas.
Los ruidos del ómnibus y las cosas que veía, me distraían; pero de cuando en cuando no tenía más remedio que pensar en el túnel.
Cuando mi amigo y yo llegamos a la quinta, Alejandro y las muchachas estaban empujando un porrón de hierro. Las hojas de los grandes árboles habían caído encima de los arbustos y los habían dejado como papeleras repletas. Y sobre el portón y las hojas, parecía haber descendido una cerrazón de herrumbre. Mientras buscábamos los senderos entre plantas chicas, yo veía a lo lejos una casa antigua. Al llegar a ellas las muchachas hicieron exclamaciones de pesar: al costado de la escalinata había un león hecho pedazos: se había caído de la terraza. Yo sentía placer en descubrir los rincones de aquella casa; pero hubiera deseado estar solo y hacer largas estadías en cada lugar.
Desde el mirador vi correr un arroyo. Mi amigo me dijo:
—¿Ves aquella cochera con una puerta grande cerrada? Bueno; dentro de ella está la boca del túnel; corre en la misma dirección del arroyo. ¿Y ves aquella glorieta cerca de la escalinata del fondo? Allí está escondida la cola del túnel.
—¿Y cuánto tardas en recorrerlo? Me refiero a cuando tocas los objetos y las caras...
—¡Ah! Poco. En una hora ya el túnel nos ha digerido a todos. Pero después yo me tiro en un diván y empiezo a evocar lo que he recordado o lo que ha ocurrido allí. Ahora me cuesta hablar de eso. Esta luz fuerte me daña la idea del túnel. Es como la luz que entra en las cámaras de los fotógrafos cuando las imágenes no están fijadas. Y en el momento del túnel me hace mal hasta el recuerdo de la luz fuerte. Todas las cosas quedan tan desilusionadas como algunos decorados de teatro al otro día de mañana.
Él me decía esto y nosotros estábamos parados en un recodo oscuro de la escalera. Y cuando seguimos descendiendo, vimos desde lo alto la penumbra del comedor; en medio de ella flotaba un inmenso mantel blanco que parecía un fantasma muerto y acribillado de objetos.
Las cuatro muchachas se sentaron en una cabecera y los tres hombres en la otra. Entre los dos bandos había unos metros de mantel en blanco, pues el viejo sirviente acostumbraba a servir toda la mesa desde la época en que habitaba allí la gran familia de mi amigo. Únicamente hablábamos él y yo. Alejandro permanecía con su cara flaca apretada entre las patillas y no sé si pensaría: “No me tomo la confianza que no me dan” o “No seré yo quien le dé a éstos”. En la otra cabecera las muchachas hablaban y se reían sin hacer mucho barullo. Y de este lado mi amigo me decía:
—¿Tú no necesitas, a veces, estar en una gran soledad?
Yo empecé a tragar aire para un gran suspiro y después dije:
—Frente a mi pieza hay dos vecinos con radio; y apenas se despiertan se meten con las radios en mi cuarto.
—¿Y por qué los dejas entrar?
—No, quiero decir que las encienden con tal volumen que es como si entraran en mi pieza.
Yo iba a contar otras cosas; pero mi amigo me interrumpió:
—Tú sabrás que cuando yo caminaba por mi quinta y oía chillar una radio, perdía el concepto de los árboles y de mi vida. Esa vejación me cambiaba la idea de todo: mi propia quinta no me parecía mía y muchas veces pensé que yo había nacido en un siglo equivocado.
A mí me costaba aguantar la risa porque en ese instante Alejandro, siempre con sus párpados bajos, tuvo una especie de hipo y se le inflaron las mejillas como a un clarinetista. Pero enseguida le dije a mi amigo:
—¿Y ahora no te molesta más esa radio?
La conversación era tonta y me prometí dedicarme a comer. Mi amigo siguió diciendo:
—El tipo que antes me llenaba la quinta de ruido vino a pedirme que le saliera de garantía para un crédito...
Alejandro pidió permiso para levantarse un momento, le hizo señas a una muchacha y mientras se iban le volvió el hipo que le hacía mover las patillas: parecían las velas negras de un barco pirata. Mi amigo seguía:
Entonces yo le dije: “No sólo le salgo de garantía, sino que le pago las cuotas. Pero usted me apaga esa radio sábados y domingos.” Después, mirando la silla vacía de Alejandro, me dijo: “Éste es mi hombre; compone el túnel como una sinfonía. Ahora se levantó para no olvidarse de algo. Antes yo derrochaba mucho su trabajo, porque cuando no adivinaba una cosa se la preguntaba; y él se deshacía todo para conseguir otras nuevas. Ahora, cuando yo no adivino un objeto lo dejo para otra sesión y cuando estoy aburrido de tocarlo sin saber qué es, le pego una etiqueta que llevo en el bolsillo y él lo saca de la circulación por algún tiempo.”
Cuando Alejandro volvió, nosotros ya habíamos adelantado bastante en la comida y los vinos. Entonces mi amigo palmeó el hombro de Alejandro y me dijo:
—Éste es una gran romántico; es el Schubert del túnel. Y además tiene más timidez y más patillas que Schubert. Fíjate que anda en amores con una muchacha a quien nunca vio ni sabe cómo se llama. Él lleva los libros en una barraca después de las diez de la noche. Le encanta la soledad y el silencio entre olores de maderas. Una noche dio un salto sobre los libros porque sonó el teléfono; la que se equivocó de llamado, siguió equivocándose todas las noches; y él, apenas la toca con los oídos y las intenciones.
Las patillas negras de Alejandro estaban rodeadas de la vergüenza que le había subido a la cara, yo yo le empecé a tomar simpatía.
Terminada la comida, Alejandro y las muchachas salieron a pasear; pero mi amigo y yo nos recostamos en los divanes que había en su cuarto. Después de la siesta, nosotros también salimos y caminamos todo el resto de la tarde. A medida que iba oscureciendo mi amigo hablaba menos y hacía movimientos más lentos. Ahora la luz era débil y los objetos luchaban con ella. La noche iba a ser muy oscura; mi amigo ya tanteaba los árboles y las plantas y pronto entraríamos al túnel con el recuerdo de todo lo que la luz había confundido antes de irse. Él me detuvo en la puerta de la cochera y antes que me hablara yo oí el arroyo. Después mi amigo me dijo:
—Por ahora tú no tocarás las caras de las muchachas: ellas te conocen poco. Tocarás nada más que lo que esté a tu derecha y sobre el mostrador.
Yo había oído los pasos de Alejandro. Mi amigo hablaba en voz baja y me volvió a encargar:
—No debes perder en ningún momento tu colocación, que será entre Alejandro y yo.
Encendió una pequeña linterna y me mostró los primeros escalones, que eran de tierra y tenían pastitos desteñidos. Llegamos a otra puerta y él apagó la linterna. Todavía me dijo otra vez:
—Ya sabes, el mostrador está a la derecha y lo encontrarás apenas camines dos pasos. Aquí está el borde, y, aquí encima, la primera pieza: yo nunca la adiviné y la dejo a tu disposición.
Yo me inicié poniendo la manos sobre una pequeña caja cuadrada de la que sobresalía una superficie curva. No sabía si aquella materia era muy dura; pero no me atreví a hincarle la uña. Tenía una canaleta suave, una parte un poco áspera y cerca de uno de los bordes de la caja había lunares... o granitos. Yo tuve una mala impresión y saqué las manos. Él me preguntó:
—¿Pensaste en algo?
—Esto no me interesa.
—Por tu reacción veo que has pensado alguna cosa.
—Pensé en los granitos que cuando era niño veía en el lomo de unos sapos muy grandes.
—¡Ah!, sigue.
—Después me encontré con un montón de algo como harina. Metí las manos con gusto. Y él me dijo:
—Al borde del mostrador hay un paño sujeto con una chinche para que después te limpies las manos.
Y yo le contesté, insidiosamente:
—Me gustaría que hubiera playas de harina...
—Bueno, sigue.
Después encontré una jaula que tenía forma de pagoda. La sacudí para ver si tenía algún pájaro. Y en ese instante se produjo un ligero resplandor; yo no sabía de dónde venía ni de qué se trataba. Oí un paso de mi amigo y le pregunté:
—¿Qué ocurre?
Y él a su vez me preguntó:
—¿Qué te pasa?
—¿No viste un resplandor?
—Ah, no te preocupes. Como las muchachas son poco para un túnel tan largo, tienen que estar repartidas a mucha distancia; entonces, con esta linterna cada una me avisa donde está.
Me di vuelta y vi encenderse varias veces el resplandor como si fuera un bichito de luz. En ese instante mi amigo dijo:
—Espérame aquí.
Y al ir hacia la luz la cubrió con su cuerpo. Entonces yo pensé que él iba sembrando sus dedos en la oscuridad; después los recogería de nuevo y todos se reunirían en la cara de la muchacha.
De pronto le oí decir:
—Ya va la tercera vez que te pones la primera, Julia.
Pero una voz tenue le contestó:
—Yo no soy Julia.
En ese momento oí acercarse los pasos de Alejandro y le pregunté:
—¿Qué tenía aquella primera caja?
Tardó en decirme:
—Una cáscara de zapallo.
Me asusté al oír la voz enojada de mi amigo:
—Sería conveniente que no le preguntaras nada a Alejandro.
Yo pasé aquellas palabras con un trago de saliva y puse las manos en el mostrador. El resto de la sesión lo hicimos en silencio. Los objetos que yo había reconocido, estaban en esta orden: una cáscara de zapallo, un montón de harina, una jaula sin pájaro, unos zapatitos de niño, un tomate, unos impertinentes, una media de mujer, una máquina de escribir, un huevo de gallina, una horquilla de primus, una vejiga inflada, un libro abierto, un par de esposas y una caja de botines conteniendo un pollo pelado. Lamenté que Alejandro hubiera colocado el pollo como último número, pues fue muy desagradable la sensación al tantear su cuero frío y granulado. Apenas salimos del túnel Alejandro me alumbró los escalones que daban a la glorieta. Al llegar a la luz de un corredor mi amigo me puso cariñosamente la mano en el cuello como para decirme: “perdona mi brusquedad de hoy”, pero al mismo tiempo dio vuelta la cabeza para otro lado como diciendo: “sin embargo ahora estoy en otra cosa y tendré que seguir con ella”.
Antes de ir a su habitación me hizo señas con el índice para que lo siguiera; y después se llevó el mismo dedo a la boca para pedirme silencio. En su pieza empezó a acomodar los divanes de manera que cada uno mirara en sentido contrario y nosotros no nos viéramos las caras. Él fue descargando su cuerpo en un diván y yo en el otro. Me entregué a mis pensamientos y me juré internarme, todo lo posible, en aquel asunto.
Al rato me sorprendió la voz más baja de mi amigo, diciéndome:
—Me gustaría que pasaras todo el día de mañana aquí; pero siento tener que ofrecértelo con una condición...
Yo esperé unos segundos y le contesté:
—Si yo aceptara, tendría que ser, también, con una condición...
Al principio él se rió, y después dijo:
—Mira, cada uno apuntará en un papel la condición. ¿Aceptas?
—Muy bien.
Yo saqué una tarjeta. Después, como nuestras cabeceras estaban cerca, nos alargamos los papeles sin mirarnos. El de mi amigo decía: “Necesito andar solo, por la quinta, durante todo el día.” Y el mío: “Quisiera pasarlo encerrado en una habitación.” Él se volvió a reír. Después se levantó y salió unos minutos. Al volver, dijo:
—Tu habitación estará encima de ésta. Y ahora vamos a la mesa.
Allí encontré un conocido: el pollo del túnel.
Al terminar la cena me dijo:
—Te invito a oír el cuarteto de don Claudio.
Me hizo gracia la familiaridad con Debussy. Nos recostamos en los divanes; y en una de las veces que fue a dar vuelta un disco, se detuvo con él en la mano para decirme:
—Cuando estoy allí, siento que me rozan ideas que van a otra parte.
El disco terminó y él siguió diciendo:
—Yo he vivido cerca de otras personas y me he guardado en la memoria recuerdos que no me pertenecen.
Esa noche él no me dijo nada más y cuando yo estuve solo en mi pieza, empecé a pasearme por ella; me sentía en una excitación dichosa y pensaba que el gran objeto del túnel era mi amigo. Precisamente, en ese momento él subía apresuradamente la escalera. Abrió la puerta, asomó la cabeza con una sonrisa y me pidió:
—Tus pasos no me dejan tranquilo; se oyen demasiado allá bajo...
—¡Oh, discúlpame!
Apenas se fue yo me saqué los zapatos y me empecé a pasear en medias. Y él no tardó en volver a subir:
—Ahora peor, querido. Tus pasos parecen palpitaciones. Y he sentido otras veces el corazón como si me anduviera un rengo en el cuerpo.
—¡Ah! Cuánto te habrás arrepentido de ofrecerme tu casa.
—Al contrario. Estaba pensando que en adelante me disgustaría saber que está vacía la habitación donde estuviste tú.
Yo le contesté con una sonrisa artificial y él se fue enseguida.
Me dormí pronto pero me desperté al rato. Había relámpagos y truenos lejanos. Me levanté pisando despacio y fui a abrir la ventana y a mirar la luz blancuzca de un cielo que quería echarse encima de la casa con sus nubes carnosas. Y de pronto vi sobre un camino un hombre agachado buscando algo entre plantas rastreras. Pasados unos instantes dio unos pasos de costado, sin levantarse y yo decidí ir a avisarle a mi amigo. La escalera crujía y yo tenía miedo de que él se despertara y creyera que era yo el ladrón. La puerta de su cuarto estaba abierta y su cama vacía. Cuando volví arriba no vi al hombre. Me acosté y volví a dormir. Al otro día, mientras bajé a lavarme, el sirviente me subió el servicio del mate; y mientras lo tomaba, recordé lo que había soñado: Mi amigo y yo estábamos parados frente a una tumba; y él me dijo: “¿Sabes quién yace aquí? El pollo en su caja.” Nosotros no teníamos ningún sentimiento de muerte. Aquella tumba era como una heladera que imitara graciosamente a un sepulcro y nosotros sabíamos que allí se alojaban todos los muertos que después comeríamos.
Recordaba esto, miraba la quinta a través de cortinas amarillentas y tomaba mate. De pronto vi a mi amigo cruzar un sendero y sin querer hice un gesto de espía. Después me decidí a no mirarlo; y al pensar que él no me oía empecé a caminar por la habitación. En una de las veces que llegué hasta la ventana vi que mi amigo iba hacia la cochera; creí que fuera al túnel y me llené de sospechas; pero después él dobla para un lugar donde había ropa tendida y puso una mano abierta en medio de una sábana que yo supuse húmeda.
Nos vimos únicamente a la hora de la cena. Él me decía:
—Cuando estoy en el bazar deseo este día; y aquí sufro aburrimientos y tristezas horribles. Pero necesito de la soledad y de no ver ningún ser humano. ¡Oh, perdóname!...
Entonces yo le dije:
—Anoche deben haber andado perros por la quinta... esta mañana vi violetas tiradas en un camino.
Él sonrió:
—Fui yo; me gusta buscarlas entre las hojas un poco antes del amanecer —entonces me miró con una nueva sonrisa y me dijo:
—Había dejado la puerta abierta, y al volver la encontré cerrada.
Yo también me sonreí:
—Temí que fuera un ladrón y bajé a avisarte.
Esa noche regresamos al centro y él se sentía bien.
El sábado siguiente estábamos en el mirador y de pronto vi venir hacia mí a una de las muchachas. Creí que me quería decir un secreto y puse la cabeza de costado; entonces la muchacha me dio un beso en la cara. Aquello parecía algo previsto y mi amigo dijo:
—¿Qué es eso?
Y la muchacha le contestó:
—Ahora no estamos en el túnel.
—Pero estamos en mí casa —dijo él.
Ya habían llegado las otras muchachas; nos dijeron que estaban jugando a las prendas y aquel beso era un castigo. Yo, para disimular, dije:
—¡Otra vez no den castigos tan graves!
Y una muchacha pequeña me contestó:
—¡Ese castigo lo hubiera deseado para mí!
Todo terminó bien; pero mi amigo quedó contrariado.
A la hora de costumbre entramos en el túnel. Yo volví a encontrar la cáscara de zapallo; pero ya mi amigo le había pegado una etiqueta para que la sacaran del mostrador. Después empecé a tocar una gran masa de material arenoso. Aquello no me interesó; me distraje pensando que pronto se encendería la luz de la primera mujer; pero mis manos seguían distraídas en la masa. Después toqué unos géneros con flecos y de pronto me di cuenta de que eran guantes. Me quedé pensando en el significado que eso tenía para las manos y en que se trataba de una sorpresa para ellas y no para mí. Mientras tocaba un vidrio se me ocurrió que las manos querían probarse los guantes. Me dispuse a hacerlo; pero me detuve de nuevo; yo parecía un padre que no quisiera consentirle a sus hijas todos los caprichos. Y enseguida me empezó a crecer otra sospecha. Mi amigo estaba demasiado adelantado en aquel mundo de las manos. Tal vez él les habría hecho desarrollar inclinaciones que le permitieron vivir una vida demasiado independiente. Pensé en la harina que con tanto gusto mis manos habían tocado en la sesión anterior y me dije: “a las manos les gusta la harina cruda”. Entonces hice lo posible por dejar esa idea y volví al vidrio que había tocado antes; detrás tenía un soporte. ¿Aquello sería un retrato? ¿Y cómo podía saberse? También podría ser un espejo... Peor todavía. Me encontraba con la imaginación engañada y con cierta burla de la oscuridad. Casi enseguida vi el resplandor de la primera muchacha. Y no sé por qué, en ese instante, pensé en la masa de material que toqué al principio y comprendí que era la cabeza del león. Mi amigo le estaba diciendo a una muchacha:
—¿Qué es esto? ¿Una cabeza de muñeca?... ¿un perro?... ¿una gallina?
—No —le contestaron—; es una de aquellas flores amarillas que...
Él la interrumpió:
—¿Ya no les he dicho que no traigan nada?...
La muchacha dijo:
—¡Estúpido!
—¿Cómo? ¿Quién eres tú?
—Yo soy Julia —dijo una voz decidida.
—Nunca más traigas nada en las manos —contestó débilmente mi amigo.
Cuando él volvió al mostrador, me dijo:
—Me gusta saber que entre esta oscuridad hay una flor amarilla.
En ese momento sentí que me rozaban el saco y mi primer pensamiento fue para los guantes y como si ellos pudieran andar solos. Pero casi simultáneamente pensé en alguna persona. Entonces le dije a mi amigo:
—Alguien me ha rozado el saco.
—Absolutamente imposible. Es una alucinación tuya. ¡Suele ocurrir eso en el túnel!
Y cuando menos lo esperábamos oímos un viento tremendo. Mi amigo gritó:
—¿Qué es eso?
Lo curioso era que oíamos el viento pero no lo sentíamos en las manos ni en la cara. Entonces Alejandro dijo:
—Es una máquina para imitar el viento que me prestó el utilero de un teatro.
—Muy bien —dijo mi amigo—, pero eso no es para las manos...
Se quedó callado unos instantes y de pronto preguntó:
—¿Quién hizo andar la máquina?
—La primera muchacha: fue para allá después que usted la tocó.
—¡Ah! —dije yo—, ¿viste? Fue ella quien me rozó.
Esa misma noche, mientras cambiaba los discos, me dijo:
—Hoy tuve mucho placer. Confundía los objetos, pensaba en otros distintos y tenía recuerdos inesperados. Apenas empecé a mover el cuerpo en la oscuridad me pareció que iba a tropezar con algo raro, que mi cuerpo empezaría a vivir de otra manera y que mi cabeza estaba a punto de comprender algo importante. Y de pronto, cuando había dejado un objeto y mi cuerpo se dio vuelta para ir a tocar una cara, descubrí quién me había estafado en un negocio.
Yo fui a mi cuarto y antes de dormir pensé en unos guantes de gamuza apenas abultados por unas manos de mujer. Después yo sacaría los guantes como si desnudara las manos. Pero mientras pasaba al sueño los guantes iban siendo cáscaras de bananas. Y ya haría mucho rato que estaba dormido cuando sentí que unas manos me tocaban la cara. Me desperté gritando, estuve unos instantes flotando en la oscuridad y por fin me di cuenta que había tenido una pesadilla. Mi amigo subió corriendo la escalera y me preguntó:
—¿Qué te pasa?
Yo le empecé a decir:
—Tuve un sueño...
Pero me detuve; no quise contarle el sueño porque temí que pudiera ocurrírsele tocarme la cara. Él se fue enseguida y yo me quedé despierto; pero al poco rato oí abrir despacito la puerta y grité con voz descompuesta:
—¿Quién es?
Y en ese mismo instante oí pezuñas que bajaban la escalera. Cuando mi amigo subió de nuevo le dije que él había dejado la puerta abierta y que había entrado un perro. Él empezó a bajar la escalera.
El sábado siguiente, apenas habíamos entrado al túnel, se sintieron unos quejidos mimosos y yo pensé en un perrito. Alguna de las muchachas se empezó a reír y enseguida nos reímos todos. Mi amigo se enojó mucho y dijo palabras desagradables; todos nos callamos inmediatamente; pero en un intervalo que se produjo entre las palabras de mi amigo, se oyeron con más fuerza los quejidos del perrito y todos nos volvimos a reír. Entonces mi amigo gritó:
—¡Váyanse todos! ¡Afuera! ¡Que salgan todos!
Los que estábamos cerca le oímos jadear; y enseguida, con voz más débil, y como escondiendo la cara en la oscuridad, le oímos decir:
—Menos Julia.
A mí se me ocurrió algo que no pude dejar de hacer: quedarme en el túnel. Mi amigo esperó que salieran todos. Después, desde lejos, Julia empezó a hacer señales con su linterna. La luz aparecía a intervalos regulares, como la de un faro, mi amigo caminaba pisando fuerte y yo trataba de hacer coincidir el ruido de mis pasos con los de él. Cuando estuve cerca de Julia, ella decía:
—¿Usted recuerda otras caras cuando toca la mía?
Él hizo zumbar un rato la "s" antes de decir "sí". Y enseguida agregó:
—...es decir... Ahora pienso en una vienesa que estaba en París.
—¿Era amiga suya?
—Yo era amigo del esposo. Pero una vez a él lo tiró un caballo de madera...
—¿Usted habla en serio?
—Te explicaré. Resulta que él era débil y una tía rica que vivía en provincias le pedía que hiciera gimnasia. Ella lo había criado. Él le enviaba fotografías vestido en traje de deportes; pero nunca hacía otra cosa que leer. Al poco tiempo de casado quiso sacarse una fotografía montado a caballo. Él estaba muy orgulloso con su sombrero de alas anchas; pero el caballo era de madera carcomida por la polilla; de pronto se le rompió una pata, y enseguida se cayó el jinete y se rompió un brazo.
Julia se rió un poco y él siguió:
—Entonces, con ese motivo, fui a la casa y conocí a la señora... Al principio ella me hablaba con una sonrisa burlona. El marido estaba con el brazo colgado y rodeado de visitas. Ella le trajo caldo y él dijo que estando así no tenía ningún apetito. Todas las visitas dijeron que realmente ocurría eso cuando se estaba así. Yo pensé que todos los concurrentes habían tenido fracturas y me los imaginé en la penumbra que había en aquella pieza con piernas y brazos de blanco y abultados por la vendas.
(Cuando menos lo esperábamos volvimos a oír los gemidos del perrito y Julia se rió. Yo temí que mi amigo lo fuera a buscar y tropezara conmigo. Pero a los pocos instantes siguió el relato.)
—Cuando él pudo levantarse caminaba despacio y con el brazo en cabestrillo. Visto de atrás, con una manga del saco puesta y la otra no, parecía que llevara un organillo y adivinara la suerte. Él me invitó a ir al sótano para traer una botella del mejor vino. La señora no quiso que fuera solo. Adelante iba él, llevaba una vela; la llama quemaba las telas y las arañas huían; detrás iba ella, y después iba yo...
Mi amigo se detuvo y Julia le preguntó:
—Usted dijo hace unos instantes que esa señora, al principio, tenía para usted una risa burlona. ¿Y después?
Mi amigo empezó a incomodarse:
—No era burlona solamente conmigo; ¡yo no dije eso!
—Usted dijo que era así al principio.
—Bueno... y después siguió como al principio.
El perrito gimió y Julia dijo:
—No crea que eso me preocupa; pero... me ha dejado la cara ardiendo.
Oí arrastrar el reclinatorio y los pasos de ellos al salir y cerrar la puerta. Entonces yo corrí y me apresuré a golpear la puerta con los puños y con un pie. Mi amigo abrió y preguntó:
—¿Quién es?
Yo le contesté y él tartamudeó para decirme:
—No quiero que vengas nunca más al túnel...
Iba a agregar algo, pero prefirió irse.
Esa noche yo tomé el ómnibus con las muchachas y Alejandro; ellos iban adelante y yo detrás. Ninguno de ellos me miraba y yo viajaba como un traicionero.
A los pocos días mi amigo vino a mi casa; era de noche y yo ya me había acostado. Él me pidió disculpas por hacerme levantar y por lo que me había dicho a la salida del túnel. A pesar de mi alegría, él estaba preocupado. Y de pronto me dijo:
—Hoy fue al bazar el padre de Julia: no quiere que le toque más la cara a la hija; pero me insinuó que él no me diría nada si hubiera compromiso. Yo miré a Julia y en ese momento ella tenía los ojos bajos y se estaba raspando el barniz de una uña. Entonces me di cuenta que la quería.
—Mejor —le contesté yo—. ¿Y no te puedes casar con ella?
—No. Ella no quiere que toque más caras en el túnel.
Mi amigo estaba sentado con los codos apoyados en las rodillas y de pronto escondió la cara; en ese instante me pareció tan pequeña como la de un cordero. Yo le fui a poner mi mano en un hombro y sin querer toqué su cabeza crespa. Entonces pensé que había rozado un objeto del túnel.

lunes, 15 de noviembre de 2010

El hombre de al lado


Sabido es que no existe la familia perfecta, ni el vecino ideal. Así y todo uno se empeña en intentar, tener una familia unida, ayudar a sus hermanos, padres e hijos (quienes los tienen) incluso meterse en su vida si uno entiende que es por el bien de ellos o no hacerlo por la misma y estúpida razón. La vida con los vecinos no varía demasiado si creemos que los primeros pueden llegar a ser nuestros vecinos de la vida, personas a las que creemos conocer, pero con las cuales seguramente nos separen más muros de los que nos unen. El asunto con los vecinos de puerta, de barrio, es que no nos une nada sanguíneo, es decir los sentimientos son lisos y llanos, los tenemos si queremos, ya sea porque nos simpatizan, son hinchas del mismo cuadro que nosotros o simplemente nos gusta el culo de su mujer y si no queremos nos les damos pelota, no los saludamos a la mañana y no hacemos que nuestro perro cague en la mismísima puerta de su casa, pero si lo hace nos hacemos los que no nos dimos cuenta y así todo sigue como siempre, como su ni hubiera pasado nada.

El hombre de al lado, película argentina de los mismos directores de El Artista (Duprat-Cohn) nos presenta la historia de histeria entre dos vecinos, entre ricos y clase media, cool y grasa, bueno y malo. Leonardo es un tipo exitoso y muy moderno, con un estilo snob que por momentos exaspera, parece que diseño una silla y eso alcanzo para que su genialidad en el diseño llamara la atención de todo el ambiente que no se cansa de adularlo, da clases y además se da el lujo de vivir en una casa que según parece es única. En este detalle los directores también dejan entrever su palo y dan por sentado que quien vea su película tiene que conocer necesariamente sobre diseño y arquitectura, (aunque esto sea gracias al hermano arquitecto y guionista de uno de los directores, que también colaboro en su opera prima) ya que el lugar donde prácticamente se desarrolla toda la acción es la Casa Curuchet, única construcción del famoso arquitecto suizo-francés Le Corbusier, por lo tanto sumemos a toda la atención que tiene el famoso diseñador unos cuantos estudiantes y alguna que otra vieja impertinente intentando tomar fotos e ingresar a su casa, como si se tratase de un museo. Fuera de la nube de éxito que rodea la cabeza llena de simples diseños de Leonardo, aparece Víctor (un Daniel Araoz totalmente desconocido, bien lejos del que conocemos haciendo chistes en lo de Susana). Víctor esta remodelando la casa donde vivió toda su vida y decide ganar luz en la pared lindera con la Casa Curuchet, casa que por mas nombre rimbombante y arquitecto famoso que la diseñara no significa demasiado para él, excepto que su excéntrico vecino no está de acuerdo con la idea de una ventana que viole su intimidad y la de su familia. Victor es un tipo común, parece que vende autos, parece que le gusta cazar, parece que le gustan las minas, lo boliches y hasta el arte, aunque en un concepto totalmente antagónico al de su vecino. Victor intentara convencer a toda costa a Leonardo, incluso intentara ganar un amigo, con tal de que éste le regale unos rayitos de sol para su casa. Con la ventana como disparador, todos somos invitados a chusmear de cierta manera por ese pedazo de pared con vidrio que nos permite inmiscuirnos en la vida ajena de nuestros vecinos. Quizás no todo es lo que parece y algunos prejuicios caerán por su propio peso.

lunes, 25 de octubre de 2010

La Extraña


Drama en suspenso o tragicomedia en dos actos. Dormirse a la una y despertarse cuando son poco más de las tres. Fisuras en la pared y el póster de Jimi, francamente deteriorado. Registrar lo que está fijo o quieto, lo que solo da vueltas. Esta película la conozco.

El reloj redondo de cuadrante negro cuyas manecillas blancas marcan las tres y veinte. Casi tocándose, como el sueño y la vigilia. El televisor encendido, la pantalla cubierta de grises titilantes y un zumbido que me recuerda al ruido del mar, desde una pieza de hotel. Debería reponer el cable. El escritorio de mi padre que lo sostiene, chapa lustrada que imita la madera. El turbo que apenas atenúa el calor, con el rumor de las paletas rozando la cobertura de alambre, desde que Griselda lo tumbó – porque seguro que lo tumbó – pasando el escobillón.

No sé, a veces me dan ganas de agarrar la Bersa y volarme la cabeza. No porque quiera suicidarme, no tengo bolas para eso. Pero se me ocurre que un buen disparo podría perforar el culo de la duermevela (¿Se dice así? ¿Duermevela?).
Ella emite suaves ronquidos y no parece darse por enterada. Con la boca entreabierta, su cara no es agradable. Es rústica y redondeada, tocada por una sensualidad que apenas respira. Eso lo descubrí después de un tiempo. Podría despertarla e iniciar un diálogo, podría deslizarme entre sus piernas y penetrarla, duermevela de muslos rellenos y compactos. Pero no me parece apropiado. Está bien como está, a una distancia sideral. Como al comienzo, cuando avanzaba cual sombra en movimiento por la vereda oscura de Jujuy, antes de llegar a Alvear. Las piernas largas y firmes, a grandes trancos. Un aura inquietante se desprendía de esa desconocida que veía pasar casi todas las madrugadas, sentado en la barra del boliche de la GNC. Tal vez nunca debí abordarla. Pero entonces era la Extraña y así empecé a nombrarla.
Acostada a mi lado, es otra cosa. Un cuerpo muelle, cubierto por una sábana azul floreada que deja ver sus pechos grandes y algo caídos, después de la tormenta. Los primeros lances fueron duros. Duros y sin resultado. Avanzada la primavera y con la calle abierta por la luz del alba, pensé que era tiempo de intentar algo. Esperarla en la esquina, piropos esforzados, hasta una invitación para la fiesta aniversario de Chicago Blues. Rebotes contra un muro infranqueable, que apenas me concedió un par de monosílabos. Pero que al menos me sirvieron para saber que se trataba de una mujer y no de un fantasma, una muchacha de entre 25 y 30 años, de cuerpo más bien pródigo, que solía usar un vestido mini color amarillo – de ahí la imponencia de sus piernas en la penumbra – o unos jeans ajustados con una remera suelta. Por el horario y la dirección de sus pasos, supuse que trabajaba en los talleres de una fábrica de ropa informal, ubicada dos cuadras más adelante.

No soy insistidor sino en la obstinación. Y lo que la Extraña activaba era una obstinación digna de causas más palpables. Hasta que decidí tirar la toalla. Digo, “decidí” y tal vez el término resulte ampuloso. Porque lo mío fue más bien una retirada por inercia, el efecto natural de una escalada de fracasos que se acumulaban sin miras de otra cosa. Esa mujer me había exigido más allá de lo que mi vulnerable ego podía dar. Recuerdo cuando ocurrió el quiebre o cuando lo sentí: estaba sentado en una banqueta del minimarket, frente a un pocillo de café, y la sensación que tuve fue que la Extraña nunca perdería su condición de tal. Era como el límite de aquello que debe aceptarse porque no se puede atravesar. Y si bien la sensación no fue de regocijo, al menos me trajo cierto alivio. Que duró unos minutos. Justo hasta que ví abrirse la puerta de vidrio y el perfil de su cuerpo pródigo que entraba y se dirigía al mostrador donde atendía Gustavo.
Llevaba unos jeans desteñidos, una remera breve que descubría la base de su espalda y unas ojotas. Quedé sorprendido tratando de mirar sus pies pero enseguida reaccioné y percibí que algo había cambiado. Y ese algo no era un detalle. Después que compró cigarrillos y una tira de chicles, enfiló para salir. La miré esperando aunque fuese una breve devolución. Cuando empuñó la barra de metal de la puerta, levantó un par de segundos la mirada, alcancé a decirle hola y prodigiosamente, ella esbozó una respuesta, más en los labios que con las cuerdas vocales.
Casi nada y, no obstante, todo lo que tenía para salir detrás, ponerme a la par y farfullar un speach. Menos mal que en ese momento no había tacheros conocidos. La playa de la estación estaba vacía y facilitaba mi accionar.
- Bienvenida al minimarket de la GNC – dije, como un boludo que la va de gracioso. – No es una cosa de locos pero sirve para hacer un alto en el camino. Y a propósito, ¿te molestaría que te acompañara un par de cuadras?
- No necesito escolta – replicó, en tono neutral – y estoy al filo de la entrada al laburo. Hizo una pausa y luego preguntó:
- ¿No te cansás de seguirme?
- En realidad si pero creo que vale la pena.
Aún con su pátina de lance, no dejaba de ser un halago. Pareció aceptarlo, dedicándome otra mirada fugaz. En el trayecto hasta Pueyrredón pude saber que se llamaba Mariela y, como pensé, trabajaba en los talleres textiles. También que era una chica parca, más allá de mi persistencia.
Ella sigue emitiendo suaves ronquidos y ya empieza a molestarme. Su rostro sumergido en el sueño pierde todo viso de sugestión y lo que veo ahora es la máscara de una chica boba. Lo más irritante es la placidez que la envuelve mientras mi cabeza trabaja a full y solo atino a fumar un pucho tras otro Tal vez debí dejarla pasar aquella tarde. ¿Pero cómo resguardarse de la fatalidad antes de saber qué rostro tiene? Estaba sentado en el umbral de la panadería, eran cerca de las cuatro y la ví asomar detrás de la columna de la ochava. Elemental: si entraba a alguna hora, a otra hora de debía salir. Me paré y la llamé. Se detuvo sin mucho entusiasmo.
- Mariela – dije, cuando ya había bajado a la calle. – Acabo de descubrir que, además de entrar, salís.
Parada, a unos metros, parecía enfrentarme.
- Sos rápido vos – replicó con ironía. - ¿Me llamaste para decirme eso?
- No. Te llamé para decirte que me gusta más cuando salís.
Creo que por primera vez me miró con detenimiento, como si yo pudiera despertarle algún interés.
- ¿Vos te querés acostar conmigo, no?
Eso es lo que me gusta de las chicas del arrabal: que no andan con vueltas.
- La verdad es que no me disgustaría aunque tampoco es una cosa urgente...
Sonrió apenas, sin quererlo.
- ¿Vivís por acá?
- A media cuadra – dije, señalando con un ademán. Y le dí la dirección precisa. - ¿Querés que te la anote?.
No hace falta – dijo y siguió caminando. Y dejándome en bola porque su “no hace falta” era una expresión del todo ambigua. Repetí el acto, otras veces espontáneo, de sentarme a fumar en el umbral de “La nieve” y la vi pasar un par de veces más. Un “hola”, a lo sumo “un como estás” y paremos de contar. Terminó pareciéndome tonto. El pie excluyente de este juego era ella y el paso adelante – o al costado – dependía enteramente de su voluntad. De modo que no insistí con los encuentros espontáneos y tampoco me empeñé en descular lo que solo tenía un culo visible, no un enigma.
Pasaron un par de semanas sin novedades y al cabo, me preparé para aceptar una segunda pero digna derrota. Una noche en que estaba mirando tele sin muchas ganas, sonó el timbre. Eran más de la diez y mi sorpresa fue doble: Claudia no podía ser porque nunca pasaba sin avisarme; a la vez, por acuerdo de los vecinos, la puerta del pasillo se cerraba con llave antes de las nueve.
La chica boba se ha puesto de costado, dándome la espalda y sus ronquidos parecen haber cesado. Es la espalda de una mina laburante, alguien que, pese a ser joven, puso sus músculos en movimiento hace bastante tiempo y no para levantar pesas. Me gustaría besarla despacio pero el timbre ha vuelto a sonar y no puedo desprenderme de su llamado. Salí al patio como estaba, con unos slips, abrí la ventanilla de la puerta y lo que asomó fue el rostro de Mariela, con los labios pintados y algo de rimel en sus ojos achinados. Dos defectos que no empañaban su condición. Porque en ese momento, bajo el alero sin luz del pasillo, Mariela era la Extraña.
- Surprise – dije, tragando saliva. – Esto es lo que se llama una visita inesperada. - Hola – dijo sin inmutarse. ¿Estás ocupado?
- Para vos nunca podría estar ocupado – repliqué, abriendo la puerta. Tenía un vestido de algodón estampado, tan largo como el amarillo pero más ceñido, y unas sandalias de cuero. Lucía deseable aún con su incipiente maquillaje.
- ¿Cómo hiciste para entrar?
- Toqué el timbre del departamento 1
- Muchacha decidida. Eso me gusta (Coca, del 1, debía estar pinchando con alfileres muñequitos parecidos a mi).
- No viajé media hora en cole, ni dejé los chicos con mi vieja, para volver sobre mis pasos.
Cuando dijo esto, ya había traspuesto la puerta de la cocina y acababa de dejar su cartera sobre la mesa. Cerré con llave, la tomé del cuello y la besé apenas en los labios. Ella me besó con más fuerza, hundiendo su lengua en mi boca como si le perteneciera. Mientras nos propinábamos feroces chupones, fui desanudando la tira que sostenía su vestido. Dos finos breteles blancos se hundían en sus hombros macizos.
- No me gusta que me desnuden en la cocina.

Podía entenderla. Una operaria textil no es una pichi extravagante. Podía entenderla pero no cejar en mis propósitos.
- A mi si me gusta – dije. Es más: hasta podría cogerte sobre la mesa.
Hubo un intento de resistencia que no pasó a mayores y yo me dediqué a explorar el cuerpo de la Extraña como lo había imaginado tantas veces. La aureola marrón de sus pezones, que saltaron ni bien pude liberarme y liberarla del corpiño. El vientre combado, cubierto por una pelusa fina y abundante. La diminuta bombacha negra, que corrí hacia abajo hasta descubrir un triángulo de pelo espeso y renegrido.
Lo bueno no puede durar. Ese axioma me persigue. Después de un breve y silencioso interludio, ella vuelve a su posición original y, lo que es peor, vuelve a roncar. ¿Será una represalia que me envía desde el sueño?. ¿Pero porqué? Mariela entró desnuda a la pieza luego que yo arreglara un poco la cama y se tendió sobre ella, con las piernas ligeramente abiertas. La suya era una posición expectante, no inerte. Respondió a mis caricias, chupó con ganas mis tetillas y cuando por fin penetré su vagina húmeda y caliente, entrelazó sus piernas con las mías y se aferró a mi cuerpo como si no quisiera perderme. Al avanzar el polvo pude sentir que era diestra en sus movimientos, que sabía ser fogosa si se lo proponía y, sobre todo, que no tenía reparos en procurarse todo el placer que pudiera. Pero esta sensación surgió seguida de otra, menos grata. Mariela podía calentarse conmigo y hasta desearme. Lo que no exhibía era la menor onda. Lo suyo era coger y a eso había venido. Tal vez por eso el encuentro derivó en una contienda, un contrapunto de aguantes para ver quién imponía sus razones, y su gemido final, casi un grito, pareció mezclar el triunfo y la derrota en un flujo desbordante.
Después tomamos vino blanco en cantidad, ella más que yo, y compartimos sus momentos más locuaces. Me contó que tenía dos hijos, una nena y un varón, que se había juntado muy joven y, como era previsible, de su ex no quería saber nada. Vivía con su madre en la zona sur, pasando calle Arijón, y antes de trabajar en los talleres estuvo conchabada como empleada doméstica.
- ¿Y ahora tenés pareja?
- Hay un muchacho que me invita a salir.
- ¿Y a coger no te invita?
- No es algo que te importe... Pero, si querés saber, sí, a veces me invita.
- ¿Y a que debo el honor de la visita?
- ¿Vos querés decir que una mujer solo puede acostarse con un tipo?
- No. Quiero saber qué es lo que te atrajo de mí, aparte de mi empeño.
Sus párpados parecían caerse. Sentada contra el respaldar de la cama, solo la fuerza de la inercia la mantenía en esa posición. - Me gustó cuando... Me gusto que me dijeras que te gustaba verme salir. A mí también me gusta.
A Mariela le costaba hablar, le costaba sonreír y, eso era evidente, le costaba mantenerse despierta. En un par de frases había resumido esos tres rasgos. Su cabeza se deslizó sobre la almohada y sus ojos achinados terminaron de cerrarse hasta conducirla a un manso sueño.
Estoy pitando el último pucho que me queda – no sé que haré después – y todo ha vuelto a su cauce natural. Tengo a mi lado una intrusa que duerme a calzón quitado, literalmente. Nada que ver con la sugestión que me provocaban aquellos largos pasos en la penumbra de calle Brown. Pero tampoco un signo de familiaridad o cercanía. Mariela es una intrusa que me tiene atado de las bolas. No puedo dormir. No puedo salir a tomar un café. No soporto su respiración acompasada y sonora.
Voy a la cocina a ver si encuentro algo. Aunque sé lo que puedo encontrar. Una botella con restos de ginebra, bebida que solo tolero amortiguada por varios trozos de hielo. Vacío media cubetera en un vaso grande y lo lleno despacio, hasta llegar a un dedo debajo del borde. Miro las prendas de Mariela, una baba multicolor derramada sobre las baldosas blancas. Cada una corresponde a un movimiento, un avance efectuado con precisión y algún esfuerzo. Cada una remite a un hallazgo. Creo que ese preludio fue lo mejor de la noche pero no tengo ganas, ni estoy en condiciones, de realizar un balance.
No tardo en acabar el primer vaso. Me sirvo otro, aprovechando que queda hielo, y vuelvo al dormitorio. El escenario es el mismo. Solo que ahora no tengo qué fumar. Podría revisar su cartera pero la aprensión que siento me inhibe de cualquier iniciativa. Busco en el cenicero de vientre profundo algunas colillas con restos de tabaco. Es indecoroso pero es lo que puedo hacer. Finalmente encuentro una que debe tener dos centímetros después del filtro. La enciendo y chupo con fruición. Justo ahí ella deja escapar un ronquido más fuerte e irregular, algo que sale de la partitura. Puede ser el humo, no importa el por qué. Creo que es el límite, extraña de las sandalias de cuero.
Apago la luz del velador y me acerco a su rostro, marcado por los reflejos de la lámpara del patio. De su boca brotan vahos de alcohol. Me siento mareado y me duele la cabeza. Me cuesta enfocar la pantalla del tele que sigue encendido, sin sonido. Imagino lo que vendrá en un rato y es como el epílogo de una pesadilla. No será, con seguridad, el despertar de la criada. La bella contención del cuadro de Sivori estalla en una sucesión de apurones, movimientos rápidos, premura por no llegar tarde. Advertirá, en medio de la resaca y los párpados pesados, que solo le quedan cinco o diez minutos, correrá hasta el baño con su culo blanco al aire, saldrá con la cara más fresca, recordará que su ropa no está en la pieza, mirará por un segundo mi rostro ojeroso, si es que mira, cómo salgo, las llaves están sobre la mesa, tirálas debajo de la puerta. La pequeña pantalla que cuelga del cielo raso gira como un platillo. Estoy mareado de verdad o las cosas tienen movimiento. Gira y da más vueltas, la pantalla de plástico, quiere ser feliz... Vuela en un cielo cada vez más difuso...
- ¿Dormiste bien? – pregunta, mientras se dirige a la cocina. Debe sentir que tiene que decir algo.
- Sí, bárbaro – contesto, acurrucado debajo de la sábana, mientras la veo pasar desnuda, a largos pasos, contra las primeras luces que entran por la ventana.

Daniel Briguet

domingo, 24 de octubre de 2010

DESAYUNO


Un frasco mediano de champú, otro de crema de enjuague. Algo que parece ser un lápiz para el sombreado de los ojos. Ella suele llevar una sombra suave en los párpados. Al menos cuando sale de noche. Cajas de curitas, indispensables en todo botiquín que se precie de tal. Un frasco pequeño de agua oxigenada. Cepillos para el pelo metidos en un vaso, con algunos restos de su melena negra y ondulada. Pinzas para depilarse las cejas (natural: sus cejas son espesas). Una cajita con la inscripción Givenchy, en letras doradas sobre un fondo rojo. Esto es fino. ¿Y por qué no Calvin Klein, que es más fashion? Por sus ancestros, boludo. El apellido de origen francés no pega con una marca americana. ¿Y qué tiene que ver? Su nombre es Marina y tampoco pega con el francés. Eso es distinto. Los nombres de origen italiano son versátiles, se acoplan a distintosidiomas. Marina Vlady, actriz de Jean Luc Godard. Ancestros rusos, nombre de pila tano. Dos o tres cosas que yo sé de ella. Además Marina no es una chica fashion. Su ideología no se lo permitiría. Es una hija de la clase media ilustrada con ligeros toques de sofisticación. Algo que contrasta con la amplitud de su cuerpo pero combina con el tono modulado de su voz.
Cierro la hoja móvil del espejo y las cosas vuelven a su lugar. Reaparece el hombre macilento, con ojeras, que se empeña en mirarme casi todas las mañanas. A veces me cansa un poco. Un buen chorro de agua fría contra la piel abotagada. Y un poco de crema dentífrica para refrescar el aliento. No apelaré a métodos indecorosos. Sólo un leve apretón al tubo de Kolynos y un trocito blancuzco sobre la yema de mi dedo anular. Me refriego con fuerza cuidando de no tocar mis caries. En eso veo que en el portacepillos adosado a los azulejos negros hay dos cepillos, uno más gastado. ¿Compró uno nuevo y se olvidó de tirar el anterior? No es algo que me incumba. Despertaré a Marina con suavidad y la invitaré a desayunar juntos. Un buen desayuno, con tostadas, dulce y manteca, es un buen complemento de una noche plácida. A veces, en medio de un polvo, pienso en el cigarrillo que fumaré después. Eso quiere decir que algo se ha desconectado y la cosa no marcha. Si, en cambio, se me cruza la imagen de una taza humeante de café, el desenlace puede ser otro.
Ella duerme con la cabeza de costado y los bucles de su pelo oscuro que caen sobre el blanco de la almohada. Tiene la boca entreabierta pero solo escucho el ir y venir de su respiración. Antes de llamarla descorro la sábana hasta el nacimiento de sus nalgas. Las persianas de la pieza están bajas (yo mismo las bajé) y solo la luz que viene del living arranca algún brillo de la piel blanca de su espalda. Es un cuadro estimulante. ¿Retirar del todo la sábana, hundir mi cabeza entre sus muslos rellenos, penetrarla como si fuera un sueño? Mejor no. Voy a quedar sin aliento para las actividades matinales.
- Negra, tengo que irme ¿Tomamos un café antes? – le digo, después de sacudirla un poco.
- Ay, Dani, tengo ganas de dormir. Hoy no tengo radio a la mañana – dice, sin abrir los ojos. - Lo dejamos para otro día.
Me pregunto si habrá otro día.
- Okey, ¿como salgo?
- Por la puerta, tonto.

- Me refiero a las llaves.
- No hay drama… Dejás la puerta abierta. A esta hora ya debe haber llegado el portero.
Me asombra que pueda tener una idea de la hora que es. Termino de vestirme, le doy un beso en la espalda y vuelvo a taparla. Estoy tentado de preguntarle cómo estuvo pero me parece una boludez. Casi todo fue fluido y sin énfasis. La mesa larga en el boliche, amigos y conocidos, ella sentada a mi lado por azar o vaya a saber por qué, las piernas cruzadas y enfundadas en medias oscuras, diálogos superpuestos de cierta intensidad, Marina discute con Liliana y dice que al comienzo el sonido salía sucio, la cerveza se sube a la cabeza, réplica de Liliana y Marina que, en un esfuerzo por argumentar coloca su mano derecha sobre mi muslo izquierdo, un gesto sencillo pero ahora sé qué deberé quedarme hasta el final, hasta que sólo queden cuatro o cinco rezagados y alguien diga nos vamos o hasta la victoria.
Y Marina y yo saliendo juntos, de un modo natural, porque su depto queda para el mismo lado que el mío. Caminando sin apuro por Italia, ella con el buzo puesto y un viento fresco que agita briznas
de su pelo ondulado, yo que me levanto el cuello de la campera.
- ¿Te gustó?
- ¿La sobremesa?
- No, tonto, el recital.
- Liliana canta bárbaro. Pero la fusión que hace no termina de engancharme. O bien me parece que a veces le resta expresividad.
- Negro, es Liliana. ¿Qué querés que haga?, ¿Zamba de mi esperanza?
No quiero que haga eso pero tampoco quiero contestar. Cuando Marina se pone sentenciosa, es arduo rebatirla.
- ¿Y la sobremesa no te gustó?
- Me gustó que pusieras tu mano sobre mi muslo, aunque pudo ser un gesto casual.
- No me dí cuenta… ¿Vos pensás que no fue casual?
- Yo pienso que es bueno tocarse de vez en cuando. Saber si fue casual o no casual no me parece relevante.
Espero una réplica pero no la tengo. Marina camina un poco más apurada. Yo también. El silencio no es incómodo cuando no se escuchan ruidos y uno tiene la calle a su disposición.
- Y tu vida sentimental, ¿Cómo está?
- Inerme
- No me jodas, Dani, tu vida sentimental nunca está inerme.
- Te equivocás. Lo cual me defrauda un poco tratándose de voz. Te tengo en alta estima… ¿Te das cuenta por qué no me gustan las tertulias después de los recitales?
- Exactamente no. ¿Por qué?
- Porque son frecuentes los chismes y mitologías aldeanas. Danielito, el sátiro seductor; Marina, la ninfa sinuosa, etc., etc.
- Sin embargo, a mi me dijeron que te vieron con una chica importada.
- ¿Una chica importada?. Debe haber sido una muñeca inflable.
- No, esta no parecía una muñeca inflable.
- ¡Ah, ya sé! Ulla. Una amiga danesa. Pero eso fue en diciembre.
- ¿Danesa? ¿Y como la conociste?
- En un plan de intercambio cultural. Ellos mandaban walkiryas de allá y nosotros aportamos padrillos rosarinos.
Sonrisa que no se deja ver.
- ¿Y que tal?
- ¿Ulla? Un volcán en erupción.
No pretendo impresionarla. Tampoco hablar de Ulla. Sólo quiero saber hasta donde pueden llegar los pasos de Marina. Mi relación con ella es esporádica. Fue, en distintos momentos, alumna en la facultad, casi vecina cuando vivía en el otro barrrio y compañera de trabajo. Sus movimientos siempre fueron afables y cautelosos.
- ¿Esta es Catamarca o me parece a mi?
- Te parece y es Catamarca. La birra no es como el trigo, Marina.
- La paja tampoco – dice ella, sin insinuar nada.
Puedo doblar hacia Oroño o acompañarla hasta su edificio, que está a mitad de cuadra. Luego de cruzar la calle, nos quedamos parados en la ochava. Como si fuera un puesto de peaje.
- ¿Querés subir a tomar un café? – me pregunta, sin mirarme del todo.
- No, porque me hace mal.
- Como quieras, dice – más seria -¿De verdad te hace mal?
- No, tonta. Es un juego que solíamos hacer de chicos. “¿Negro, querés café? No porque me hace mal. ¿Y entonces que querés?”. En realidad me lo decía mi vecinita de al lado y yo le respondía.
Ella me mira como si estuviera masticando mis palabras.
- Te acompaño, de todos modos.
Caminamos la media cuadra sin hablar. Al llegar a la puerta de entrada, Marina abre su bolso colgante y saca un llavero. Ofuscada no es la palabra. Más bien su rostro parece presa de una ligera turbación.
- Bueno, Dani, me alegro de verte bien – dice y acerca su mejilla para que le dé un beso. Yo, en cambio, opto por tomarla del mentón.
- ¿Es todo lo que tenés que decirme?
Duda unos segundos y al fin sus ojos de un gris transparente se iluminan.
- ¿Y entonces que querés?
Entonces la beso. La beso en los labios y más adentro y ella me besa también, con más aplicación. Y nos quedamos apretando durante varios minutos, prodigándonos cálidos chupones, lenguas que se acarician en medio del fresco de la madrugada. Hasta que pasa un tacho y el grito bardero del tachero nos induce a entrar. El viaje hacia el sexto piso es largo y nos volvemos a besar. Es curioso. Ahora acabo de bajar, unas horas después, y la sensación es que seis pisos no son nada.
En el palier no veo a nadie. Tal vez Marina, presumió mal o bien, el portero se demoró por alguna razón. Me siento a esperar en el cantero de lajas que está debajo del gran espejo. No es una entrada de luxe pero tampoco del tipo espartana. Las chicas emancipadas viven bien. Sentado, pienso que alguien tiene que salir. O alguien tiene que entrar. Despertar a Marina y hacerla bajar para que me abra se me antoja una empresa utópica.
- Bueno, este es mi depto – dice, algo formal, luego de apretar el interruptor.
El depto, o lo que se ve de él, es una combinación de sala de estar, comedor y cocina, no muy amplia pero lo suficiente para que una persona se mueva sin dificultad. Sobre la pared del fondo hay una mesa que bien podría ser una mesa de trabajo, con varios libros, papeles y casetes, y al lado una compactera que Marina se apresura a encender, una vez librada de su buzo y sus zapatos de taco.
La onda pasional quedó atrás y lo que se ve es una anfitriona informal, algo desordenada pero no mucho.
- ¿Te preparo café? – pregunta, sin segundas intenciones.
- Bueno, ya que insistís – respondo, sentado en un blando canapé.
Mientras busco los cigarrillos, pienso que debo ajustar la sintonía o bien, cambiar de frecuencia. Yo pensaba que el camino a la alcoba, ubicada con seguridad detrás del pasillo que se dibuja al fondo, estaba allanado pero advierto que las cosas no funcionan de ese modo. Veo a Marina de perfil, parada frente al mesón de la cocina, y constato lo que ya sé. Es una ex gordi o una gordi en transición, con buenos pechos y aceptable culo, apenas entrevistos debajo del su vestido negro y sin mangas, más largo que una mini común. El hecho de que esté en medias da una idea precisa de su mediana estatura. De costado su cara luce agradable, con reminiscencias de una actriz de los cuarenta, Joan Crawford tal vez, menos bocona, y además me exime de contemplar sus labios pintados.
- Dani, quiero decirte algo – dice ella, una vez que me alcanzó el pocillo de café y se sentó frente a mí con las piernas cruzadas sobre el piso de parquet.
- Yo también. Pero mejor no digamos nada. ¿Tu pieza esta en el fondo? Método drástico, riesgo de derrape.
- Justo de eso quería hablarte.
- Justo de eso no quiero que hablemos. – digo y me levanto, tratando de que ella haga lo mismo. Me cuesta un poco pero al final lo consigo, tomándola de una mano. Después todo es confuso y hasta precipitado. La pieza está a oscuras pero no al punto de disolver el contorno de los cuerpos. El viento hace ondear los bordes de la cortina de voile, debajo de la persiana. Mi propósito es explorar de a poco a Marina. Soltar su sostén sin quitarle el vestido, rozar sus pezones, pero ella se me escurre y se desviste en un santiamén. Cuando quiero darme cuenta, ya está metida en la cama y con la sábana hasta el cuello. ¿Acaso teme exhibir su incipiente pancita ante un presunto gourmet? Baby, deja que entre el sol. O, en su defecto, la luna.
- Negra, no me vas a decir que te da pudor que te vea en bolas.
- No, me dio frio.
Como para marcar el contraste, me quito la ropa con lentitud sin dejar de mirarla. El resto es previsible salvo en un detalle: una vez que me apodero del cuerpo de Marina, siento que está a mi disposición con una docilidad inusual. Cuando la penetro, deja escapar un gemido. Sus pechos me tientan pero estoy en medio de una marcha sostenida, lubricada por la humedad de su vagina, por sus besos blandos que apenas empardan a los míos. Cuando siento que Marina, con la piel tibia y el interior caliente, está cerca del final, tengo el impulso de salirme y empezar de nuevo. No era lo que imaginaba. Pero me parece una perrada y me dejo chupar por un quejido ronco, que dura varios segundos. Marina dócil y primitiva. ¿Qué tal? No alcanzo a terminar, no me molesta. A menos que sea una perra, no me molesta complacer a una mina resignando mis expensas.
Tampoco me jode que se duerma enseguida, después de reírse por lo que acabé de contarle.
- ¿No tenés una careta?
- ¿Una careta? ¿Para qué? – pregunta sorprendida
- El chascarrillo que te conté antes termina así. “¿Y entonces que querés? Una careta para carnaval.”
Lo que me embola es estar sentado en este canterito, con las lajas cada vez mas duras y frías. Del portero, ni noticias. Tampoco ningún habitante del consorcio que se haya dignado salir ¿No se levanta nadie, son todos noctámbulos empedernidos? El tráfico y la gente que circula por la calle tampoco me causa gracia. Rostros apacibles, caminar distendido, de sábado a la mañana. Bolsas vacías rumbo a la panadería. Cuando la resignación me va copando y estoy a un tris de llamar a Marina para que me abra, veo una silueta corpulenta que se recorta tras la puerta de entrada. Albricias, podría exclamar, pero no puedo. Y no puedo porque la silueta que estoy viendo es la del Esbirro. ¿Qué hace ese tipo acá? Supongo que él se preguntará lo mismo.

- Qué suerte que tenés llave…
- Sí, claro – dice él, boquiabierto. - ¿Vos no tenés?
Es el diálogo más idiota que recuerdo con uno de los tipos más execrables que conocí. Y a la vez, debo admitir que está cargado de una lógica pura. Lo que más me asombra es mi propia espontaneidad.
- No, yo estoy de paso.- digo, sin variar de tono – Vine a visitar a una amiga pero no logré hacerla levantar.

Y son, por Zeus, mis últimas palabras, porque emprendo una veloz retirada, buscando el tibio sol de marzo, el aire fresco de la mañana aún con resabios del viento nocturno. Caras cotidianas, dije. Inocentes como un vaso de yogurt. ¿El Esbirro con Marina? No puedo creerlo. Mejor dicho: puedo creerlo pero no puedo aceptarlo. Comparten, es verdad, el ámbito de la radio. Hasta es posible que se mezclen en algún programa. ¿Qué más pueden compartir? ¿Qué puede haberle visto Marina además de su papada y su cara de cochinillo? Toda la energía libidinal del Esbirro se concentra en sus cuerdas vocales. Y si le queda un resuello, es para embolsar las monedas que le reportan sus operaciones de prensa. ¿Acaso Marina esconde una cocotte detrás de su look emancipado? Pamplinas. Soy un fisgón nocturno y ocasional, no un detective. ¿Qué estará pasando ahora en el departamento? ¿Y si en realidad iba a otro piso? El Esbirro no es boludo. Veinte departamentos y una sola flor.
Paso frente a la Vendetta, en Oroño y Jujuy. Valeria despacha los primeros pedidos. Veo una pareja detrás de la ventana que está sobre la esquina. Abandono la idea del desayuno. Debo pasar por la editorial y no me queda mucho margen. A lo sumo, un café bebido en el minimarket de la GNC. Estoy a dos pasos.
Algunas pullas al entrar, nada raro. El colorado Killer me grita desde su rincón habitual, “Qué hacés, trolito”. Me hago el sota. No estoy para pullas.
- Hacéme un cortado doble, Luigi, sin azúcar.
- ¿Qué pasa, Dani? – pregunta Luigi detrás de la máquina. - ¿Te endulzaron mucho anoche?
Pienso en la espalda desnuda de Marina y una mole de carne se interpone.

Por Daniel Briguet

Un cuento de su último libro "El último Verano" editado por Homo Sapiens

domingo, 19 de septiembre de 2010

Instrucciones para elegir, “en un picado” de fútbol

Cuando un grupo de amigos no enrolados en ningún equipo, se reúnen para jugar, tiene lugar una emocionante ceremonia destinada a establecer quiénes integrarán los dos bandos.

Generalmente dos jugadores se enfrentan en un sorteo o pisada y luego cada uno de ellos elige alternadamente a cada uno de sus compañeros.

Se supone que los más diestros serán elegidos en los primeros turnos, quedando para el final los troncos.

Pocos han reparado en el contenido dramático de estos lances. El hombre que está esperando ser elegido vive una situación que rara vez se da en la vida: sabrá de un modo brutal y exacto en qué medida lo aceptan o lo rechazan. Sin eufemismos, conocerá su verdadera posición en el grupo. A lo largo de los años, muchos futbolistas advierten su decadencia, conforme su elección sea cada vez más demorada.

Manuel Mandeb, que casi siempre oficiaba de elector, observó que sus decisiones no siempre recaían sobre los más hábiles. En un principio se creyó poseedor de vaya a saber qué sutilezas de orden técnico, que le hacían preferir compañeros que reunían... ciertas cualidades.

Pero un día comprendió que lo que en verdad deseaba, era jugar con sus amigos más queridos. Por eso elegía siempre a los que estaban más cerca de su corazón, aunque no fueran los más capaces.

El criterio de Mandeb parece apenas sentimental, pero es también estratégico: uno juega mejor con sus amigos. Ellos serán generosos, lo ayudarán, lo comprenderán, lo alentarán y lo perdonarán.

Un equipo de hombres que se respetan y se quieren es invencible. Y si no lo es, más vale compartir la derrota con los amigos, que la victoria con los extraños o los indeseables.

Alejandro Dolina

lunes, 13 de septiembre de 2010

Noam Chomsky.

Sobre la Sociedad Anarquista.

Conversación con Peter Jay.

P.J.: Profesor Chomsky para empezar quizá sería lo mejor que tratara de decirnos qué es lo que no se ha de entender por anarquismo; la palabra anarquía, como es sabido, proviene del griego y significa literalmente sin gobierno, pero supongo que quienes hablan de anarquía o de anarquismo como sistema de Filosofía política no quieren con eso decir simplemente que son partidarios de que a partir del 19 de enero del año que viene, pongamos por caso, deje de existir de repente todo gobierno tal como hoy lo entendemos y que ya no habrá ni policía ni normas de la circulación, ni leyes ni recaudadores de impuestos y ni siquiera servicios de correos, teléfonos y telégrafos, etc. Me imagino que con esas palabras entienden algo más complicado que todo eso.

Chomsky: Bueno, entendámonos; le digo sí a algunas de sus cuestiones y no a otras. Lo más probable es que los defensores de la anarquía o del anarquismo sean partidarios de que no haya policía, pero no de que deba prescindiese de las normas del tráfico. Yo querría empezar diciendo que el término anarquismo abarca una gran cantidad de ideas políticas y que yo prefiero entenderlo como la izquierda de todo movimiento libertario. Desde estas posiciones podríamos concebir el anarquismo como una especie de socialismo voluntario, es decir: como un socialismo libertario, o como un anarcosindicalismo, o como un comunismo libertario o anarquismo comunista, según la tradición de Bakunin, Kropotkin y otros. Estos dos grandes pensadores proponían una forma de sociedad altamente organizada, aunque organizada sobre la base de unidades orgánicas o de comunidades orgánicas. Generalmente, por estas dos expresiones entendían el taller y el barrio, y a partir de este par de unidades orgánicas derivar mediante convenios federales una organización social sumamente integrada que podría tener alcances nacionales e internacionales. Toda decisión, a todo nivel, habría de ser tomada por mayoría sobre el terreno y todos los delegados representantes de cada comunidad orgánica han de formar parte de ésta y han de provenir de la misma, a la cual han de volver y en la cual, de hecho, viven.

P.J.: Así que no se trata de una sociedad en la que no haya, literalmente hablando, gobierno, sino más bien de una sociedad en la que la dirección principal de la autoridad viene de abajo. Contrariamente a las democracias representativas tales como las que existen en Estados Unidos y en Gran Bretaña que adoptan una forma de autoridad de arriba abajo, aunque en última instancia decidan los votantes.

Chomsky: Esa democracia representativa estadounidense o británica la critica un anarquista por dos razones. Primero porque se ejerce un monopolio del poder centralizado en el Estado y, segundo -críticamente hablando-, porque la democracia representativa está limitada a la esfera política sin extender de un modo consecuente su carácter al terreno económico. Los anarquistas de la tradición a que aludimos siempre han creído que el control sobre la propia vida productiva es la condición sine qua non de toda liberación humana verdadera, de hecho, de toda práctica democrática significativa. Es decir, que mientras haya ciudadanos que estén obligados a alquilarse en el mercado de mano de obra a quienes interese emplearlos para sus negocios, mientras la función del productor esté limitada a ser utensilio subordinado, habrán elementos coercitivos y de opresión francamente escandalosos que no invitan ni mucho menos a hablar en tales condiciones de democracia, si es que tiene sentido hacerlo todavía.

P.J.: ¿Da la historia ejemplos duraderos y a cualquier escala un tanto sustancial de sociedades que se hayan aproximado al ideal anarquista?

Chomsky: Sí, han existido sociedades cuantitativamente pequeñas que creo han logrado bastante realizar ese ideal, aparte de que da la historia ejemplos de revolución libertaria a gran escala de estructura principalmente anarquista. Pero volviendo a lo primero, personalmente creo que el ejemplo tal vez más dramático es el de los kibbutzim israelíes, los cuales durante un largo periodo estuvieron realmente regidos por principios anarquistas, es decir: autogestión, control directo de los trabajadores en toda la gestión de la empresa, integración de la agricultura, la industria y los servicios, así como la participación y prestación personales en el autogobierno. Me atrevo a afirmar que tuvieron un éxito extraordinario en casi todas las medidas que tuvieron que imponerse.

P.J.: Pero seguramente estaban, y aún lo están, encuadrados esos kibbutzim en el marco de un Estado tradicional que les garantiza cierta estabilidad fundamental.

Chomsky: No siempre ha sido así. La historia de los kibbutzim es bastante interesante a este respecto. Sólo desde 1948 están engranados en la maquinaria de un Estado convencional. Antes sólo obedecían a los imperativos de un enclave colonial y, en realidad, existía una sociedad subyacente, mayormente cooperativista, que de hecho no formaba parte del sistema supraestructural del mandato británico, sino que funcionaba subrepticiamente fuera del alcance de este mandato. Y aun hasta cierto punto, esa sociedad cooperativista sobrevivió a la fundación del Estado de Israel, pero -naturalmente- acabó por integrarse en él perdiendo así, a mi parecer, gran parte de su carácter socialista libertario la región de los kíbbutzim israelíes, por razón del proceso político que la misma fundación de una nación acarreaba, amén de otros procesos acarreados por la historia de la región en su coyuntura internacional que no hay por qué tratar aquí.
Sin embargo, como instituciones socialistas libertarias en funciones, creo que los kíbbutzim israelíes pueden pasar por un modelo interesante y sumamente apropiado para sociedades industriales avanzadas en la medida en que otros ejemplos existentes en el pasado no lo son.
Un buen ejemplo de revolución anarquista realmente a gran escala -de hecho el mejor ejemplo que conozco- es el de la revolución española de 1936, durante la cual, y en la mayor parte de España republicana, se llevó a cabo una revolución anarquista (o eminentemente inspirada en el anarquismo) que comprendía tanto la organización de la agricultura como de la industria en extensiones considerables, habiéndose desarrollado además de una manera que, al menos visto desde fuera, da toda la impresión de la espontaneidad. Pero si buscamos las raíces más hondas y sus orígenes, caemos en la cuenta de que ese resultado es debido a unas tres generaciones de abnegados militantes organizando sin cesar, experimentando, pensando y trabajando por difundir las ideas anarquistas entre vastas capas de la población en aquella sociedad eminentemente preindustrial, aunque no preindustrial del todo. También esta experiencia tuvo gran éxito, tanto desde el punto de vista de las condiciones humanas como de las medidas económicas. Quiere decirse que la producción continuó su curso con más eficiencia si cabe; los trabajadores del campo y de la fábrica demostraron ser perfectamente capaces de administrar las cosas y administrarse sin presión alguna desde arriba, contrariamente a lo que habían imaginado muchos socialistas, comunistas, liberales y demás ciudadanos de la España republicana (¡por no hablar de la otra!) y, francamente, quién sabe el juego que esta experiencia habría podido dar para el bienestar y la libertad del mundo. Por desgracia, aquella revolución anarquista fue destruida por la fuerza bruta, a pesar de que mientras estuvo vigente tuvo un éxito sin precedentes y de haber sido, repito, un testimonio muy inspirador en muchos aspectos sobre la capacidad de la gente trabajadora pobre de organizar y administrar sus asuntos de un modo plenamente acertado sin opresión ni controles externos o superiores. Ahora bien; en qué medida la experiencia española es aplicable a sociedades altamente industrializadas, es una cuestión que habría que investigar con todo detalle.

P.J.: Lo que aparece claro para todo el mundo es que la idea fundamental del anarquismo se ancla en la prioridad del Individuo -no necesariamente aislado, sino precísamente junto con otros individuos- y la realización de su libertad. Esto nos suena a lo que proclamaban los fundadores de los Estados Unidos. ¿Qué ha pasado con la experiencia estadounidense que ha hecho de aquella libertad invocada por dicha tradición una palabra sospechosa y hasta corrompida en los oídos de los pensadores anarquistas y de los socialistas libertarios como usted?

Chomsky: Permítame aclarar ante todo que yo no me considero un pensador anarquista. Digamos que soy un compañero de viaje por derivación, del anarquismo. Siempre se han expresado los pensadores anarquistas muy favorablemente respecto a la experiencia estadounidense y al ideal de la democracia jeffersoniana. Ya sabe que para Jefferson el mejor gobierno es el que gobierna menos, o la apostilla a este aforismo de Thoreau según la cual el mejor gobierno es el que no gobierna nada en absoluto. Ambas frases fórmulas las han repetido los pensadores anarquistas en toda ocasión y a través de los tiempos desde que existe la doctrina anarquizante.
Pero el ideal de la democracia jeffersoniana -dejando aparte el hecho de que fuese todavía una sociedad con esclavos- se desarrolló dentro de un sistema precapitalista, o sea: en una sociedad en la cual no ejercía el control ningún monopolio ni habían focos importantes de poder privado. Es realmente sorprendente leer hoy algunos textos libertarios clásicos. Leyendo, por ejemplo, La crítica del Estado (1791) de Wilhelm von Humboldt, obra muy significativa que de seguro inspiró a Mill, se da uno cuenta que no se habla en ella para nada de la necesidad de oponerse a la concentración del poder privado y más bien se trata de la necesidad de contrarrestar la usurpación del poder coercitivo del Estado. Lo mismo ocurre en los principios de la tradición estadounidense. ¿Por qué? Sencillamente, porque era ésa la única clase de poder que existía. Quiero decir que Von Humboldt daba por supuesto que todo individuo poseía más o menos un grado de poder similar, pero de poder privado, y que el único desequilibrio real se producía en el seno del Estado centralizado y autoritario, y que la libertad debía ser protegida contra toda intervención del Estado y la Iglesia. Esto es lo que él creía que había que combatir.
Ahora bien; cuando nos habla, por ejemplo, de la necesidad de ejercer control sobre la propia vida creadora, cuando impreca contra la alienación por el trabajo, resultante de la coacción o tan sólo de las instrucciones o dirigismo en el trabajo de cada uno, en vez de actuar por autogestión, entonces revela su ideología antiestatal y antiteocrática. Pero los mismos principios sirven para la sociedad industrial capitalista que se formó más tarde. Estoy inclinado a creer que Von Humboldt, de haber persistido en su búsqueda ideológica, habría acabado por ser un socialista libertario.

P.J.: Todos estos antecedentes, ¿no sugieren que hay algo inherente al estado preindustrial en todo lo relativo a la aplicabilidad de las ideas libertarías? En otras palabras: que las ideas libertarías presuponen necesariamente una sociedad básicamente rural con una tecnología y una producción bastante simples y cuya organización económica tienda a ser de pequeña escala y localizada.

Chomsky: Vamos a ver, separemos su cuestión en dos preguntas: primera, ¿qué han pensado al respecto los anarquistas?; y segunda, ¿cómo opino yo? En lo que respecta a las respuestas anarquistas tenemos por lo menos dos. En primer lugar hay una tradición anarquista -que podríamos hacer partir de un Kropotkin- con ese carácter que acaba de describirnos. Pero en segundo lugar existe otra tradición anarquista que al desarrollarse desemboca en el anarcosindicalismo y que ve en el anarquismo la manera adecuada de organizar una sociedad compleja de nivel industrial altamente avanzado. Y esta tendencia dentro del anarquismo se confunde, o por lo menos se relaciona muy estrechamente con una variedad de marxismo izquierdista de la especie de los comunistas espartaquistas, por ejemplo, salidos de la tradición de Rosa Luxemburgo y que más tarde estuvo representada por teóricos marxistas como Anton Pannekoek, quien desarrolló toda una teoría sobre los consejos obreros de la industria, siendo él mismo un hombre de ciencia, un astrónomo.
Pues bien; ¿cuál de estos dos puntos de vista es el que se ajusta a la verdad? O en otros términos: ¿tienen por objeto los conceptos anarquistas una sociedad preindustrial exclusivamente o es el anarquismo también una concepción adecuada para aplicarla a la organización de una sociedad industrial altamente avanzada? Personalmente, creo en la segunda opción, es decir, creo que la industrialización y el avance de la tecnología han cerrado consigo posibilidades de autogestión sobre un terreno vasto como jamás anteriormente se habían presentado. Creo, en efecto, que el anarcosindicalismo nos brinda precisamente el modelo más racional de una sociedad industrial avanzada y compleja en la que los trabajadores pueden perfectamente tomar a su cargo sus propios asuntos de un modo directo e inmediato, o sea, dirigirlos y controlarlos, sin que por eso no sean capaces al mismo tiempo de ocupar puestos clave a fin de tomar las decisiones más sustanciales sobre la estructura económica, instituciones sociales, planeamiento regional y suprarregional, etc. Actualmente, las instituciones rectoras no les permiten a los trabajadores ejercer control ninguno sobre la información necesaria en el proceso de la producción ni tampoco poseen por lo demás el entrenamiento requerido para entender en esos asuntos de dirección. Por otra parte, en una sociedad sin intereses creados ni monopolios, gran parte de ese trabajo -administrativo incluido- podría hacerse ya automatizado. Es del dominio público que las máquinas pueden cumplir con un gran porcentaje de las tareas laborales que hoy corren a cargo de los trabajadores y que, por lo tanto, éstos -una vez asegurado mecánicamente un alto nivel de vida- podrían emprender libremente cualquier labor de creación que antes objetivamente les habría sido imposible imaginar siquiera, sobre todo en la fase primeriza de la revolución industrial.

P.J.: Seguidamente querría atacar el problema de la economía en una sociedad anarquista, pero ¿podría pintarnos con algo más de detalle la constitución política de una sociedad anarquista tal y como se la imagina usted en las condiciones modernas de vida actual? Se me ocurre preguntar, por ejemplo, si existirían en esa sociedad partidos políticos y qué formas residuales de gobierno seguirían existiendo en la práctica.

Chomsky: Permítame esbozar lo que yo creo podría obtener aproximadamente un consenso entre los libertarios, esbozo que naturalmente me parece en esencia, aunque mínimo, correcto para el caso. Empezando por las dos clases de organización y control, concretamente: la organización y el control en el lugar de trabajo y en la comunidad, podríamos imaginar al efecto una red de consejos de trabajadores y, a nivel superior, la representación interfábricas, o entre ramos de la industria y comercio, o entre oficios y profesiones, y así sucesivamente hasta las asambleas generales de los consejos de trabajadores emanados de la base a nivel regional, nacional o internacional. Y desde el otro punto de vista, o sobre la otra vertiente, cabe imaginar un sistema de gobierno basado en las asambleas locales, a su vez federadas regionalmente y que entienda en asuntos regionales, a excepción de lo concerniente a oficios, industria y comercio, etc., para luego pasar al nivel nacional y a la confederación de naciones, etc.
Ahora bien; sobre el cómo se habrían de desarrollar exactamente estas estructuras y cuál sería su interrelación, o sobre si ambas son necesarias o sólo una, son preguntas éstas que los teóricos anarquistas han discutido y acerca de las cuales existen muchas variantes. Por ahora, yo no me atrevo a tomar partido; son cuestiones que habrá que ir elaborando y dilucidando a fondo y con calma.

P.J.: Pero, ¿no habrían, por ejemplo, elecciones nacionales directas, o partidos políticos organizados de punta a punta, como si dijéramos? Claro que si así fuera posiblemente se crearía alguna especie de autoridad central lo que sería contrarío a la idea anarquista.

Chomsky: No, bueno, la idea anarquista propicia que la delegación de autoridad sea la mínima expresión posible y que los participantes, a cualquiera de los niveles, del gobierno deben ser directamente controlados por la comunidad orgánica en la que viven. La situación óptima sería, pues, que la participación a cualquier nivel del gobierno sea solamente parcial, es decir: que los miembros de un consejo de trabajadores que, de hecho, ejercen sus funciones tomando decisiones que los demás trabajadores no tienen tiempo de tomar, sigan haciendo al mismo tiempo su trabajo en el tajo, taller o fábrica en que se empleen, o su labor o misión en la comunidad, barrio o grupo social al que pertenecen.
Y respecto a los partidos políticos, mi opinión es que una sociedad anarquista no tiene forzosamente por qué prohibirlos. Puesto que, de hecho, el anarquismo siempre se ha basado en la idea de que cualquier lecho de Procusto, cualquier sistema normativo impuesto en la vida social ha de restringir y menoscaba notablemente su energía y vitalidad y que, más bien, toda clase de nuevas posibilidades de organización voluntaria pueden ir apareciendo a un nivel superior de cultura material e intelectual. Pero yo creo, sinceramente, que si llega el caso de que se crea necesaria la existencia de partidos políticos habrá fallado la sociedad anarquista. Quiero decir que, a mi modo de ver, en una situación con participación directa en el autogobierno y en la autogestión de los asuntos económicos y sociales, las disensiones, los conflictos, las diferencias de intereses, de ideas y de opiniones tendían que ser no sólo bien acogidas, sino cultivadas incluso, para ser expresadas debidamente a cada uno de los distintos niveles. No veo por qué habrían de coincidir esas diferencias con unos partidos que no se crean a partir de las diferencias, sino para crearlas precisamente. No creo que la complejidad del interés humano y de la vida venga mejor servida dividiéndola de ese modo. En realidad, los partidos representan fundamentalmente intereses de clase, y las clases tendrían que haber sido eliminadas o superadas en una sociedad como la que nos ocupa.

P.J.: Una última pregunta sobre organización política. Con esa serie jerárquica de asambleas y de estructura cuasi gubernamental, sin elecciones directas, ¿no se corre el peligro de que el órgano central o el organismo que está en la cúspide de la pirámide, como si dijéramos, se aleje demasiado de la base y que si tiene poderes en asuntos internacionales, por ejemplo, podría incluso disponer de fuerzas armadas u otros instrumentos de violencia y que, a fin de cuentas, estaría menos vigilado que lo está un gobierno en las actuales democracias parlamentarias?

Chomsky: Es condición de primera importancia en toda sociedad libertaria prevenir semejante rumbo en los asuntos públicos de carácter nacional e internacional y a ese fin hay que crear las instituciones necesarias. Lo que creo que es perfectamente factible. Personalmente, estoy convencido de que la participación en el gobierno no es un trabajo full-time. Puede serlo en una sociedad irracionalmente regida en la que se provocan toda clase de problemas por la misma irracionalidad de las instituciones. Pero en una sociedad industrial avanzada funcionando como es debido por cauces libertarios, me imagino que la puesta en ejecución de las decisiones tomadas por los cuerpos representativos, es una ocupación part-time que tendría que ser llevada a cabo por turno en el seno de cada comunidad y que debería además exigir como condición a los que la ejerzan el no dejar sus propias actividades profesionales, siquiera en parte. Supongamos que fuese posible entender el gobierno como una función de empresa equivalente a la producción de acero, pongo por caso. Si eso fuese factible -y yo creo que es una cuestión de hechos empíricos que tiene que obedecer a sus propias determinaciones y que no puede proyectarse como pura teoría-, si eso fuese factible, digo, la consecuencia natural sería organizar el gobierno industrialmente, como si fuera una rama más de la industria, con su propio consejo de trabajadores y su propia disciplina autogestionaria y su propia participación en las asambleas de mayor extensión o alcance.
Podría añadir aquí que así sucedió en los consejos de los trabajadores formados espontáneamente en algunas partes, como por ejemplo en la revolución húngara de 1956. Había en efecto, si no me equivoco, un consejo de empleados del Estado que se habían organizado sencillamente a la manera industrial o empresarial como otras ramas de la industria de tipo tradicional. Cosa semejante es perfectamente posible y tendría que ser -o podría ser- una barrera que impidiese la formación de esa especie de remota burocracia represiva que los anarquistas temen tanto, como es natural.

P.J.: Suponiendo que continuase existiendo una cierta necesidad de autodefensa a nivel bastante perfeccionado, no comprendo por su descripción de la sociedad anarquista cómo podría ejercerse un control efectivo por parte del dicho sistema de consejos representativos par-time y aun a varios niveles de abajo arriba, sobre una organización tan poderosa y técnicamente tan perfeccionada por la fuerza de las cosas como el pentágono, por ejemplo.

Chomsky: Bien, bien, precisemos un poco la terminología. Usted habla del Pentágono como organización defensiva, que es lo corriente. En 1947, cuando se aprobó la Ley de Defensa nacional, el antiguo Ministerio de la Guerra -que así se había venido llamando honradamente- pasó a llamarse Departamento de la Defensa. Por entonces era yo aún un estudiante y no me creía muy ducho en la materia, pero sabía, como todo el mundo, que si el ejército estadounidense hasta entonces podía haber estado implicado en la defensa de la nación -y parcialmente así había sido- en adelante ya no sería el Departamento de Defensa más que un ministerio de la agresión, y nada más.

P.J.: Según el principio de que no hay que creer nada hasta que se niegue oficialmente.

Chomsky: Exactamente. Un poco bajo el supuesto con que esencialmente había concebido Orwell el Estado moderno y su naturaleza. Y éste es exactamente el caso. Quiero decir que el Pentágono no es de ningún modo el instrumento del Ministerio de la Defensa. Jamás ha defendido a los Estados Unidos contra nadie y lo único que ha producido ha sido agresión; por eso creo que el pueblo norteamericano estaría mucho mejor sin Pentágono que con él. Pero en todo caso no lo necesita para su defensa. Su intervención en los asuntos internacionales nunca ha sido -bueno, nunca es mucho decir, pero costaría trabajo encontrar una excepción- su posición o actitud característica la de apoyar la libertad o la de defender al pueblo. No es éste el papel que desempeña la organización militar tan vasta que controla el Departamento de la Defensa. Sus tareas son más bien dos bien distintas y ambas bastante antisociales.
La primera es la de salvaguardar un sistema internacional en el que los llamados intereses estadounidenses -con lo que se quiere significar principalmente intereses comerciales sigan floreciendo. La segunda tarea cumple una misión económica internacional. De ahí que el Pentágono haya sido el más importante mecanismo keinesiano por el cual el gobierno interviene para mantener lo que cómicamente se llama la salud de la economía mediante la incitación a producir, es decir, llevando a la producción del despilfarro.
Ahora bien, ambas funciones sirven a ciertos intereses, a intereses dominantes de hecho, intereses dominantes de clase en la sociedad estadounidense. Pero no creo que sirvan ni poco ni mucho al interés del público y un semejante sistema de producción de despilfarro y de destrucción sería desmantelado en lo esencial en una sociedad libertaria. Pero no hay que hablar demasiado de estas cosas. Si nos imaginamos, por ejemplo, una revolución social en los Estados Unidos -cosa que está muy lejos, diría yo-, mas si esto ocurriera, es difícil imaginar que hubiese un enemigo real de fuerza capaz de amenazar la revolución social del país; no iban a atacarnos Méjico o Cuba pongamos por caso. No creo, pues, que una revolución en Estados Unidos necesitase defenderse contra un agresión exterior. Mientras que si se proclamase una revolución social en Europa occidental, creo que en tal caso el problema de la defensa adquiriría caracteres críticos.

P.J.: Iba a decirle que seguramente no puede ser inherente a la idea anarquista la falta de autodefensa, ya que hasta ahora todos los experimentos anarquistas han sido aniquilados desde fuera.

Chomsky: Ya, lo que pasa es que a esas cuestiones no se puede contestar más que específicamente y siempre en relación con casos históricos concretos y en condiciones objetivas.

P.J.: No, es que se me hacía difícil entender lo que decía del control democrático adecuado para esa clase de organización, ya que me parece muy improbable que los generales se controlasen a sí mismos del modo que a usted le pareciese bien.

Chomsky: La dificultad estriba en que yo quiero apuntar la complejidad de la cuestión. Todo depende del país y de la sociedad de que se trate. En los Estados Unidos se plantea una clase específica de problemas. Si la revolución social libertaria se declara en Europa, creo que entonces los problemas que surgirían serían muy serios, ya que se plantearía de inmediato un gran problema de defensa. Porque supongo que si en la Europa occidental se consiguiese un socialismo libertario de cierta envergadura, se ceñiría sobre ella una amenaza militar inminente por dos partes, por la parte de la Unión Soviética y por la de Estados Unidos. Luego, el primer problema sería cómo defenderse. Con este problema tuvo que enfrentarse la revolución española. Porque no sólo estaba amenazada in situ por la intervención militar fascista, sino también por las unidades armadas comunistas y por los enemigos liberales de la retaguardia y de las naciones vecinas. Ante semejante magnitud y número de ataques, el problema de la defensa era el más grave, por ser de vida o muerte.
A pesar de todo esto, creo que hay que plantearse la cuestión de si la mejor manera de hacerlo es a base de ejércitos centralizados con toda su tecnología disuasiva; la verdad, no creo que la cosa sea tan de cajón. Por ejemplo, no creo que un ejército europeo-occidental centralizado impediría un ataque ruso o estadounidense con el fin de acabar con un socialismo libertario, porque la suerte de ataque que esperaría, francamente, no sería quizá militar, sino económico por lo menos.

P.J.: Pero por otra parte, tampoco es de esperar ya las clásicas algaradas de campesinos armados con horcas y hoces...

Chomsky: No hablamos de campesinos, sino de sociedades desarrolladas industrialmente y de elevado urbanismo. Se me ocurre que su mejor arma sería atraer la simpatía de las clases trabajadoras de los países atacantes. Pero repito que hay que ser prudente. Y no es nada improbable que la revolución necesitara tanques, ejército y que así se labrara su propia ruina por las razones antedichas. Es decir, creo que es muy difícil imaginarse cómo podría funcionar en régimen revolucionario un ejército central con sus tanques, aviones y armas estratégicas. Y si eso es necesario para salvar las estructuras revolucionarias, ¡ay de la revolución!

P.J.: Si el mejor método de defensa es, como usted dice, granjearse las simpatías de las organizaciones políticas y económicas, tal vez sería a este propósito oportuno entrar más en el detalle. En uno de sus ensayos dice usted que en una sociedad decente, todo el mundo tendría la oportunidad de encontrar un trabajo interesante y a cada cual le estaría permitido usar sus talentos por ofrecérsele las más amplías oportunidades a ese mismo objeto. Después se pregunta: ¿Y qué más haría falta? ¿Acaso una recompensa exterior en forma de lujos o de poder? Eso en el caso de que supongamos que el hacer uso de los propios talentos en un trabajo interesante y socialmente útil no nos recompensa por sí solo. Creo que esta manera de razonar agrada a mucha gente. Pero aun así necesita alguna explicación. Personalmente creo que el trabajo que a la gente puede parecer interesante o atractivo o satisfactorio no tiene por qué coincidir necesariamente con la clase de trabajo que tiene que hacerse por necesidad, sí queremos mantener el nivel de vida que la gente exige y al que está acostumbrada.

Chomsky: En efecto, hay una cantidad de trabajo que tiene que hacerse, si queremos mantener el actual nivel de vida. Está por contestar la pregunta: ¿en qué medida este trabajo tiene que ser oneroso? Recordemos que ni la ciencia, ni la tecnología ni el simple intelecto se han dedicado a examinar la cuestión con el fin de abolir el carácter pesado y autodestructivo de algunos trabajos necesarios en nuestra sociedad. Esto es debido al hecho de que siempre se ha contado con la reserva de un cuerpo considerable de esclavos a sueldo que harán cualquier trabajo, por duro que sea, antes que morir de hambre. Pero si la inteligencia humana se aplicara a resolver el problema de cómo hacer tolerables los trabajos más pesados que la sociedad requiere, no sabemos cuál sería la salida. Tengo para mí que gran parte de esos trabajos podrían hacerse totalmente tolerables. Esto aparte de que me parece un error creer que toda labor físicamente dura tiene que ser onerosa. Hay mucha gente -yo incluido- que emprende trabajos duros para relajarse. No hace mucho, por ejemplo, se me ocurrió plantar treinta y cuatro árboles en un prado detrás de mi casa, lo que implicaba tener que cavar treinta y cuatro hoyos. Considerando lo que normalmente hago como ocupación, eso representa un trabajo bastante pesado, pero he de confesar que disfruté haciéndolo. Sin embargo, estoy seguro que no habría disfrutado de tenerlo que hacer con un capataz delante y a horas fijas, etc. Aunque si es una tarea tomada por interés también puede hacerse. Y sin tecnologías, sin pensar en cómo planear el trabajo, etc.

P.J.: A esto podría decirte que existe el peligro de que esta manera de ver el problema sea una ilusión bastante romántica, sólo posible de abrigar por una pequeña élite de intelectuales, profesores, periodistas, etc. que están en la situación tan privilegiada de ser pagados por lo que les gusta hacer y harían de otras formas.

Chomsky: Por eso empecé por poner por delante un gran si condicional. Dije que primeramente hay que preguntarse hasta qué punto el trabajo necesario para la sociedad -o sea, el trabajo requerido para mantener el nivel de vida que queremos- ha de ser por fuerza pesado u oneroso. Yo creo que la respuesta sería: mucho menos de lo que lo es hoy; pero convengamos en que hasta cierto punto siga siendo sucio. Aun así, la respuesta es muy simple: ese trabajo sucio debe ser distribuido equitativamente entre todos los que son capaces de hacerlo.

P.J.: Entonces, que cada cual se pase cierto número de meses al año en la cadena de producción de automóviles y otro tanto recogiendo basuras u otras faenas ingratas...

Chomsky: Si es que efectivamente son éstas tareas de imposible autosatisfacción. Pero yo no lo creo, francamente. Cuando veo trabajar a los operarios, digamos a los mecánicos de automóvil por ejemplo, creo que muchas veces puede ser no poco motivo de orgullo cumplir con la tarea. El orgullo de un trabajo complicado y bien hecho en el que hay que hacer uso de la inteligencia, especialmente cuando uno está interesado en la gestión de la empresa y hay que contribuir a las decisiones de cómo organizar el trabajo, para qué sirve, cuáles son los objetivos de ese trabajo, etc. Yo creo que todo esto puede ser una actividad satisfactoria y recompensadora que, de hecho, requiere las capacidades que los trabajadores despliegan de buen grado. Pero la verdad es que estoy hablando hipotéticamente. Supongamos que quedase un residuo de trabajo que nadie quisiera hacer; en tal caso no hay más que distribuirlo entre todos equitativamente, pero por lo demás que la gente ejerza libremente sus talentos a su buen entender.

P.J.: Supongamos ahora, profesor, que ese residuo fuese muy grande, como hay quien sostiene que sería si el trabajo para producir un noventa por ciento de lo que todos quisiéramos consumir se realizara cumplidamente. En tal caso, organizar la distribución de este trabajo sobre la base de que todo el mundo hiciera una pequeña parte de los trabajos sucios o pesados, resultaría echar mano de algo absurdamente ineficaz. Porque para eso habría que entrenar y equipar a toda la gente, porque toda tendría que pasar por los trabajos sucios, de lo que sufriría la eficacia de toda la economía y, por consiguiente, el nivel de vida se rebajaría ostensiblemente.

Chomsky: Bueno, ante todo hay que convenir en que nadamos sobre puras hipótesis, ya que no creo que sus porcentajes sean ni mucho menos reales. Ya he dicho que si la inteligencia humana se aplicara a proyectar una tecnología adaptada a las necesidades del productor humano en vez de hacerlo al revés tendríamos la solución. Ahora se plantea el problema inverso: cómo adaptar el ser humano a un sistema tecnológico ideado para otros objetivos, es decir, la producción para el beneficio. Estoy convencido de que si se hiciera lo que digo el trabajo indeseado será mucho menos cuantioso de lo que usted sugiere. Pero como quiera que sea, fíjese que tenemos dos alternativas: la primera es distribuirlo equitativamente, la segunda es crear las instituciones adecuadas para obligar a un grupo de la población a hacer los malos trabajos so pena de morirse de hambre. Esas son las dos alternativas.

P.J.: No digo obligados, sino que podrían hacer esos trabajos incluso voluntariamente los que considerasen que valía la pena hacerlos a base de una mayor remuneración correspondiente.

Chomsky: Ah no, supongo que ya ha sobreentendido que para mí todo el mundo ha de recibir por su trabajo, sea cual sea, una recompensa igual. Y no olvide que actualmente vivimos en una sociedad en que la gente que hace los trabajos pesados no es mejor remunerada que la que hace su trabajo voluntariamente; todo lo contrario es verdad. De la manera en que funciona nuestra sociedad, una sociedad de clases, los que hacen los trabajos más duros, más pesados o más sucios son los que cobran menos. Esos trabajos se hacen, sin más, pero nosotros no queremos ni pensar en que existen, porque sabemos que hay una masa de gentes miserables que sólo controlan un solo factor de la producción: su fuerza de trabajo, que tienen que vender; o tendrán que aceptar esa clase de trabajos porque no tienen otra cosa que hacer y antes que morir de hambre se emplean por los más bajos salarios. Acepto la corrección. Imaginémonos tres clases de sociedades: la primera, la corriente, en la cual el trabajo indeseable se da a los esclavos a sueldo. Luego un segundo sistema en que el trabajo ingrato, después de haber hecho todo lo posible para darle sentido, es distribuido y, en fin, el tercer sistema en el que el trabajo malo da derecho a una paga extraordinaria, tanto que por ella acceden a hacerlo algunos voluntariamente. Pues bien; yo creo que el segundo y el tercer sistema están de acuerdo -en estos términos vagos en que estamos hablando- con los principios anarquistas. Personalmente me inclino por el segundo, pero ambos están totalmente alejados de toda organización social vigente y de toda tendencia a cualquier organización social en la actualidad.

P.J.: Se lo plantearé de otra manera. Me parece que se está ante una opción fundamental, por mucho que se la quiera camuflar, entre el trabajo satisfactorio de por sí y el trabajo que hay que organizar sobre la base del valor que tiene lo producido para la gente que lo usa o consume. Y la sociedad organizada sobre la base de dar a todo el mundo las mismas oportunidades para llevar a cabo sus más caras aficiones, lo que expresa en esencia la fórmula del trabajo por el trabajo mismo, tiene su culminación lógica en el monasterio o convento, donde la clase de trabajo practicado, o sea, el rezo, es un trabajo de autoenriquecimiento del propio trabajo. No se produce nada que sea de provecho para nadie, así que, o bien hay que vivir a un nivel de vida lo más bajo, o bien hay que resignarse a morir de hambre.

Chomsky: Bien, aquí hace usted unas suposiciones de hecho con las que no estoy de acuerdo en absoluto. Yo creo que parte de lo que le da sentido al trabajo es su utilidad, es el hecho de que sus productos se puedan utilizar. El trabajo del artesano tiene su sentido al menos en parte por la inteligencia y la destreza que ha de poner en él, pero también en parte porque es un trabajo útil. Lo mismo diría yo que vale también para los hombres de ciencia. Creo que el hecho de que la clase de trabajo que uno está haciendo sirva para otra cosa -que es el caso del trabajo científico, como usted sabe-, que contribuya a algo más es muy importante, aun prescindiendo de la elegancia o la belleza que uno pueda lograr con su trabajo. Estoy convencido que esto vale para todas las actividades humanas. Creo además que si echamos una ojeada por una buena parte de la historia de la humanidad, nos daremos cuenta de cuántos han sido los que han sacado satisfacción -y no poca- del trabajo productivo y creador que han estado haciendo; pero también creo que la industrialización propicia enormemente esa satisfacción. ¿Por qué? Pues porque gran parte de las faenas fastidiosas y sin atractivo pueden hacerlas las máquinas, lo que significa que automáticamente el radio de acción del trabajo humano realmente creador resulta muy notablemente agrandado. Pero a otra cosa. Usted habla del trabajo libremente emprendido como afición o hobby. Yo no lo juzgo así. Pienso que el trabajo libremente elegido y ejecutado también puede ser trabajo útil e importante. También plantea usted un dilema que muchos se plantean, a saber: entre el deseo de satisfacción en y por el trabajo y el deseo de crear cosas de valor para la comunidad. Pero no está tan claro que se trate, en efecto, de un dilema y menos de una contradicción. No me parece obvio, ni mucho menos -yo creo que es falso- eso de contribuir a un mayor placer y satisfacción en el trabajo sea inversamente proporcional al valor del resultado.

P.J.: Yo no diría inversamente proporcionado para mí podría no tener relación alguna. Pongamos algo muy simple como vender helados en la playa un día de fiesta. Es un servicio a la sociedad. Hace calor y no hay duda de que el público quiere helados. Por otro lado, es difícil ver aquí en qué medida llevar a cabo esta tarea de vender helados puede ser motivo de placer profesional ni pueda tener algún sentido, virtud o ennoblecimiento social. ¿Por qué razón habría de dedicarse a prestar ese servicio sí no te recompensa de alguna manera?

Chomsky: Le advierto que más de una vez he visto a vendedores de helados con cara de pascuas...

P.J.: Sí estaban ganando dinero a puñados lo creo.

Chomsky: ... y que parecían muy contentos de estar vendiéndoles helados a los niños, lo cual me parece una manera de pasar el tiempo perfectamente razonable y estimulante, si se compara con otras ocupaciones, con miles de ocupaciones diferentes. Recuerde que cada persona tiene su ocupación y me parece que la mayoría de las ocupaciones existentes -y en esencial aquellas que entran en la clasificación servicios, o sea, que entran en relación con el prójimo-, conllevan de por sí una satisfacción u otra y unas recompensas inherentes a ellas asociadas, esto es, en el trato con los individuos a los que prestan sus servicios. Para el caso es lo mismo dar clases que vender helados. Admito que para vender helados no se necesitan ni la dedicación ni la inteligencia necesarias para impartir enseñanza y que tal vez por esta razón sea una ocupación menos envidiada. Pero si así fuera, tendría que ser repartida entre todos.
Pero todo esto aparte, lo que trato de decir es que nuestra creencia caracterizada de que el placer en el trabajo, la satisfacción en el trabajo o no tiene o tiene relaciones negativas con el valor del resultado, está estrechamente relacionado con un estadio particular de la historia social, esto es: el capitalismo, en cuyo sistema los seres humanos son instrumentos de producción. Lo dicho antes no tiene por qué ser, ni mucho menos, la verdad. Por ejemplo, si pasamos revista a las numerosas entrevistas hechas con obreros que trabaran en cadena por sicólogos industriales, echaremos de ver que una de las cosas de que más se quejan es de que su trabajo no pueda hacerse bien, que la cadena va tan de prisa que no pueden hacer su trabajo decentemente. Hace poco leía en una revista gerontológica un estudio sobre la longevidad en el que se trataba de encontrar los factores útiles para predecir la longevidad -ya sabe: el fumar, el beber, los factores genéticos-, todo lo habían examinado. Pues bien, ¿sabe cuál es el factor más favorable? La satisfacción en el trabajo.

P.J.: Ya, la gente que tiene un trabajo agradable vive más, ¿no?

Chomsky: Bueno, sí, la gente que está satisfecha con su trabajo. Lo que me parece muy lógico, puesto que no sólo nos pasamos en el trabajo una gran parte de nuestra vida, sino que en el trabajo es donde más ejercemos nuestra capacidad creadora. Ahora bien; ¿qué es lo que lleva a esa satisfacción en el trabajo? Creo que son muchas cosas, pero el saberse haciendo algo útil para la comunidad es un factor nada desdeñable. Muchos están satisfechos de su trabajo por creer que están haciendo algo importante, algo que vale la pena hacer. Igual pueden ser maestros como médicos, científicos como artesanos o agricultores. Sentir que lo que uno está haciendo es importante, digno de hacerse, no sólo refuerza los vínculos sociales sino que también es un motivo de satisfacción personal, porque con un trabajo interesante y bien hecho nace esa especie de orgullo de quien se autorrealiza, de quien pone en práctica sus habilidades personales. Y no creo que esto vaya a dañar de cualquier modo que sea el valor de lo producido, sino más bien al contrario. Pero concedamos que hasta cierto punto lo perjudicase. Llegada la sociedad a tal punto, debe decidir la comunidad cómo hacer los compromisos necesarios. Al fin y al cabo, cada individuo es a la vez productor y consumidor y por lo tanto cada individuo ha de tomar parte en esos compromisos socialmente determinados, es decir, si verdaderamente hay necesidad de establecer compromisos. Porque me permito insistir en que se ha exagerado mucho la naturaleza de estos problemas a causa del efecto aberrante del prisma que interpone el sistema verdaderamente coercitivo y destructor de la personalidad en que vivimos.

P.J.: De acuerdo. Usted dice que la comunidad tiene que tomar decisiones sobre compromisos eventuales, pero no es menos sabido que la teoría comunista previene estas posibilidades completamente, ya por la planificación, ya en materia de inversiones, de prioridades de inversión nacional, etc. En una sociedad anarquista cree usted que no se tolerara tanta superestructura gubernamental necesaria al parecer para hacer planes, tomar decisiones sobre inversiones por ejemplo si hay que dar prioridad a lo que la gente quiera consumir o a lo que la gente quiera hacer en materia del trabajo.

Chomsky: No estoy de acuerdo. Me parece que las estructuras anarquistas, o para el caso las de los marxistas de izquierda, basadas en el sistema de los consejos y federaciones de trabajadores, se bastan y se sobran para tomar una decisión sobre cualquier plan nacional. De igual manera funcionan a ese nivel -digamos nacional- las sociedades de socialismo estatal al tener que elaborar planes nacionales. En esto no hay ninguna diferencia. Donde la hay -y grande- es en la participación de tales decisiones y en el control que sobre ellas se ejerce. Los anarquistas y marxistas de izquierda -consejistas, espartaquistas- toman estas decisiones desde la base. Es la clase trabajadora informada la que las toma a través de sus asambleas y de sus representantes directos que viven y trabajan entre ellos. Pero en los sistemas de socialismo estatal, el plan nacional viene trazado por la burocracia nacional que acumula para sí y monopoliza toda la información necesaria y que toma las decisiones. De vez en cuando se presenta al público y le dice: Podéis escogerme a mí o a ése, pero todos formamos una misma burocracia remota que no está a vuestro alcance. Éstos son los polos, éstas son las oposiciones polarizadas dentro de la tradición socialista.

P.J.: O sea que, de hecho, sigue desempeñando un papel importante el Estado, e incluso posiblemente los empleados públicos, la burocracia, pero lo que es distinto es el control ejercido sobre ellos.

Chomsky: Bueno, yo no creo, francamente, que se necesite una burocracia separada del resto para poner en ejecución las decisiones gubernamentales.

P.J.: Se necesitan varias formas de pericia.

Chomsky: Ya, pero digamos que se trata de una pericia en materia de planificación económica, puesto que no hay duda de que en toda sociedad industrial compleja tendría que funcionar un grupo de técnicos encargados de trazar planes, de explicar las consecuencias de toda decisión importante, de poner en antecedentes a las personas que han de decidir sobre las consecuencias de sus propias decisiones según se desprende del estudio y modelo de programación, etc. Pero lo importante es que estos sistemas de planificación no son otra cosa que industrias, con sus propios consejos de trabajadores y formando parte de todo el sistema de consejos; la diferencia consiste en que estos sistemas de planificación no son los que toman las decisiones. Producen planes de la misma manera que las fábricas de automóviles producen coches. Los planes están, pues, a disposición de los consejos de trabajadores y se someten a las asambleas de consejos, de la misma manera que los automóviles se fabrican para correr con ellos. Ahora bien; lo que este sistema requiere es una clase trabajadora educada. Y esto es exactamente lo que somos capaces de conseguir en sociedades industrializadas de alto desarrollo.

P.J.: ¿En qué medida el éxito del socialismo libertario, o del anarquismo, depende realmente de un cambio fundamental en la naturaleza humana, tanto en su motivación como en su altruismo, así como en sus conocimientos y su grado de refutamiento?

Chomsky: No sólo creo que depende de eso, sino que todo el propósito del socialismo libertario contribuye a lo mismo, efectivamente. Se trata de contribuir a una transformación de la mentalidad, exactamente la transformación que el hombre es capaz de concebir en cuanto concierne a su habilidad en la acción, su potestad de decidir en conciencia, de crear, de producir y de investigar, exactamente aquella transformación espiritual a que los pensadores de la tradición marxista izquierdista, desde Rosa Luxemburgo, por ejemplo, pasando por los anarquistas, siempre han dado tanta importancia. De modo que por un lado hace falta esa transformación espiritual. Y por otro, el anarquismo tiende a crear instituciones que contribuyan a esa transformación en la naturaleza del trabajo y de la actividad creadora, en los lazos sociales interpersonales simplemente, y a través de esa interacción, crear instituciones que propicien el florecimiento o eclosión de nuevos aspectos en la humana condición. En fin, la puesta en marcha de instituciones libertarias siempre más amplias a las que pueden contribuir las personas ya liberadas. Así veo yo la evolución del socialismo.

P.J.: Y por último, profesor Chomsky, ¿qué opina de las posibilidades hoy existentes para fundar sociedades según acaba de bosquejarlas en los países Industriales más importantes de Occidente en el próximo cuarto de siglo más o menos?

Chomsky: No creo ser lo bastante sabio ni estar lo bastante informado como para hacer predicciones de este tipo, es más: creo que aventurarse a semejantes pronósticos dice más de la personalidad que del juicio del que los lanza. No obstante, tal vez podría decir esto: hay tendencias obvias dentro del capitalismo industrial hacia una concentración de poder en estrechos imperios económicos dentro de un marco que se está convirtiendo cada vez más en un Estado totalitario. Estas tendencias vienen desarrollándose desde hace bastante tiempo y, francamente, no veo nada que pueda contenerlas. Creo, pues, que estas tendencias seguirán su curso formando parte del anquilosamiento y la decadencia de las instituciones capitalistas.
Ahora bien; creo que este recurso hacia un totalitarismo de Estado y hacia una concentración económica exasperada -ambas cosas en conexión, por supuesto irán engendrando reacciones, tentativas de liberación personal, de liberación social, que adoptarán toda clase de formas. Por toda Europa se levanta un clamor reclamando la participación obrera o la codeterminación y hasta el control de los trabajadores. Por ahora todas esas tentativas son mínimas. Más bien creo que son engañosas y que, de hecho, pueden minar los serios esfuerzos de la clase obrera por liberarse. Pero en parte constituyen también una respuesta pertinente por representar una intuición y un entendimiento robustos de que la coerción y la opresión, ya sean hechas poder económico privado o burocracia estatal, no forman parte necesariamente de la vida humana, ni muchísimo menos. Cuanto más concentración de poder y autoridad, más rebelión y mayores esfuerzos para organizarse a fin de destruirlas. Tarde o temprano esos esfuerzos serán coronados por el éxito. Así lo espero