domingo, 24 de octubre de 2010

DESAYUNO


Un frasco mediano de champú, otro de crema de enjuague. Algo que parece ser un lápiz para el sombreado de los ojos. Ella suele llevar una sombra suave en los párpados. Al menos cuando sale de noche. Cajas de curitas, indispensables en todo botiquín que se precie de tal. Un frasco pequeño de agua oxigenada. Cepillos para el pelo metidos en un vaso, con algunos restos de su melena negra y ondulada. Pinzas para depilarse las cejas (natural: sus cejas son espesas). Una cajita con la inscripción Givenchy, en letras doradas sobre un fondo rojo. Esto es fino. ¿Y por qué no Calvin Klein, que es más fashion? Por sus ancestros, boludo. El apellido de origen francés no pega con una marca americana. ¿Y qué tiene que ver? Su nombre es Marina y tampoco pega con el francés. Eso es distinto. Los nombres de origen italiano son versátiles, se acoplan a distintosidiomas. Marina Vlady, actriz de Jean Luc Godard. Ancestros rusos, nombre de pila tano. Dos o tres cosas que yo sé de ella. Además Marina no es una chica fashion. Su ideología no se lo permitiría. Es una hija de la clase media ilustrada con ligeros toques de sofisticación. Algo que contrasta con la amplitud de su cuerpo pero combina con el tono modulado de su voz.
Cierro la hoja móvil del espejo y las cosas vuelven a su lugar. Reaparece el hombre macilento, con ojeras, que se empeña en mirarme casi todas las mañanas. A veces me cansa un poco. Un buen chorro de agua fría contra la piel abotagada. Y un poco de crema dentífrica para refrescar el aliento. No apelaré a métodos indecorosos. Sólo un leve apretón al tubo de Kolynos y un trocito blancuzco sobre la yema de mi dedo anular. Me refriego con fuerza cuidando de no tocar mis caries. En eso veo que en el portacepillos adosado a los azulejos negros hay dos cepillos, uno más gastado. ¿Compró uno nuevo y se olvidó de tirar el anterior? No es algo que me incumba. Despertaré a Marina con suavidad y la invitaré a desayunar juntos. Un buen desayuno, con tostadas, dulce y manteca, es un buen complemento de una noche plácida. A veces, en medio de un polvo, pienso en el cigarrillo que fumaré después. Eso quiere decir que algo se ha desconectado y la cosa no marcha. Si, en cambio, se me cruza la imagen de una taza humeante de café, el desenlace puede ser otro.
Ella duerme con la cabeza de costado y los bucles de su pelo oscuro que caen sobre el blanco de la almohada. Tiene la boca entreabierta pero solo escucho el ir y venir de su respiración. Antes de llamarla descorro la sábana hasta el nacimiento de sus nalgas. Las persianas de la pieza están bajas (yo mismo las bajé) y solo la luz que viene del living arranca algún brillo de la piel blanca de su espalda. Es un cuadro estimulante. ¿Retirar del todo la sábana, hundir mi cabeza entre sus muslos rellenos, penetrarla como si fuera un sueño? Mejor no. Voy a quedar sin aliento para las actividades matinales.
- Negra, tengo que irme ¿Tomamos un café antes? – le digo, después de sacudirla un poco.
- Ay, Dani, tengo ganas de dormir. Hoy no tengo radio a la mañana – dice, sin abrir los ojos. - Lo dejamos para otro día.
Me pregunto si habrá otro día.
- Okey, ¿como salgo?
- Por la puerta, tonto.

- Me refiero a las llaves.
- No hay drama… Dejás la puerta abierta. A esta hora ya debe haber llegado el portero.
Me asombra que pueda tener una idea de la hora que es. Termino de vestirme, le doy un beso en la espalda y vuelvo a taparla. Estoy tentado de preguntarle cómo estuvo pero me parece una boludez. Casi todo fue fluido y sin énfasis. La mesa larga en el boliche, amigos y conocidos, ella sentada a mi lado por azar o vaya a saber por qué, las piernas cruzadas y enfundadas en medias oscuras, diálogos superpuestos de cierta intensidad, Marina discute con Liliana y dice que al comienzo el sonido salía sucio, la cerveza se sube a la cabeza, réplica de Liliana y Marina que, en un esfuerzo por argumentar coloca su mano derecha sobre mi muslo izquierdo, un gesto sencillo pero ahora sé qué deberé quedarme hasta el final, hasta que sólo queden cuatro o cinco rezagados y alguien diga nos vamos o hasta la victoria.
Y Marina y yo saliendo juntos, de un modo natural, porque su depto queda para el mismo lado que el mío. Caminando sin apuro por Italia, ella con el buzo puesto y un viento fresco que agita briznas
de su pelo ondulado, yo que me levanto el cuello de la campera.
- ¿Te gustó?
- ¿La sobremesa?
- No, tonto, el recital.
- Liliana canta bárbaro. Pero la fusión que hace no termina de engancharme. O bien me parece que a veces le resta expresividad.
- Negro, es Liliana. ¿Qué querés que haga?, ¿Zamba de mi esperanza?
No quiero que haga eso pero tampoco quiero contestar. Cuando Marina se pone sentenciosa, es arduo rebatirla.
- ¿Y la sobremesa no te gustó?
- Me gustó que pusieras tu mano sobre mi muslo, aunque pudo ser un gesto casual.
- No me dí cuenta… ¿Vos pensás que no fue casual?
- Yo pienso que es bueno tocarse de vez en cuando. Saber si fue casual o no casual no me parece relevante.
Espero una réplica pero no la tengo. Marina camina un poco más apurada. Yo también. El silencio no es incómodo cuando no se escuchan ruidos y uno tiene la calle a su disposición.
- Y tu vida sentimental, ¿Cómo está?
- Inerme
- No me jodas, Dani, tu vida sentimental nunca está inerme.
- Te equivocás. Lo cual me defrauda un poco tratándose de voz. Te tengo en alta estima… ¿Te das cuenta por qué no me gustan las tertulias después de los recitales?
- Exactamente no. ¿Por qué?
- Porque son frecuentes los chismes y mitologías aldeanas. Danielito, el sátiro seductor; Marina, la ninfa sinuosa, etc., etc.
- Sin embargo, a mi me dijeron que te vieron con una chica importada.
- ¿Una chica importada?. Debe haber sido una muñeca inflable.
- No, esta no parecía una muñeca inflable.
- ¡Ah, ya sé! Ulla. Una amiga danesa. Pero eso fue en diciembre.
- ¿Danesa? ¿Y como la conociste?
- En un plan de intercambio cultural. Ellos mandaban walkiryas de allá y nosotros aportamos padrillos rosarinos.
Sonrisa que no se deja ver.
- ¿Y que tal?
- ¿Ulla? Un volcán en erupción.
No pretendo impresionarla. Tampoco hablar de Ulla. Sólo quiero saber hasta donde pueden llegar los pasos de Marina. Mi relación con ella es esporádica. Fue, en distintos momentos, alumna en la facultad, casi vecina cuando vivía en el otro barrrio y compañera de trabajo. Sus movimientos siempre fueron afables y cautelosos.
- ¿Esta es Catamarca o me parece a mi?
- Te parece y es Catamarca. La birra no es como el trigo, Marina.
- La paja tampoco – dice ella, sin insinuar nada.
Puedo doblar hacia Oroño o acompañarla hasta su edificio, que está a mitad de cuadra. Luego de cruzar la calle, nos quedamos parados en la ochava. Como si fuera un puesto de peaje.
- ¿Querés subir a tomar un café? – me pregunta, sin mirarme del todo.
- No, porque me hace mal.
- Como quieras, dice – más seria -¿De verdad te hace mal?
- No, tonta. Es un juego que solíamos hacer de chicos. “¿Negro, querés café? No porque me hace mal. ¿Y entonces que querés?”. En realidad me lo decía mi vecinita de al lado y yo le respondía.
Ella me mira como si estuviera masticando mis palabras.
- Te acompaño, de todos modos.
Caminamos la media cuadra sin hablar. Al llegar a la puerta de entrada, Marina abre su bolso colgante y saca un llavero. Ofuscada no es la palabra. Más bien su rostro parece presa de una ligera turbación.
- Bueno, Dani, me alegro de verte bien – dice y acerca su mejilla para que le dé un beso. Yo, en cambio, opto por tomarla del mentón.
- ¿Es todo lo que tenés que decirme?
Duda unos segundos y al fin sus ojos de un gris transparente se iluminan.
- ¿Y entonces que querés?
Entonces la beso. La beso en los labios y más adentro y ella me besa también, con más aplicación. Y nos quedamos apretando durante varios minutos, prodigándonos cálidos chupones, lenguas que se acarician en medio del fresco de la madrugada. Hasta que pasa un tacho y el grito bardero del tachero nos induce a entrar. El viaje hacia el sexto piso es largo y nos volvemos a besar. Es curioso. Ahora acabo de bajar, unas horas después, y la sensación es que seis pisos no son nada.
En el palier no veo a nadie. Tal vez Marina, presumió mal o bien, el portero se demoró por alguna razón. Me siento a esperar en el cantero de lajas que está debajo del gran espejo. No es una entrada de luxe pero tampoco del tipo espartana. Las chicas emancipadas viven bien. Sentado, pienso que alguien tiene que salir. O alguien tiene que entrar. Despertar a Marina y hacerla bajar para que me abra se me antoja una empresa utópica.
- Bueno, este es mi depto – dice, algo formal, luego de apretar el interruptor.
El depto, o lo que se ve de él, es una combinación de sala de estar, comedor y cocina, no muy amplia pero lo suficiente para que una persona se mueva sin dificultad. Sobre la pared del fondo hay una mesa que bien podría ser una mesa de trabajo, con varios libros, papeles y casetes, y al lado una compactera que Marina se apresura a encender, una vez librada de su buzo y sus zapatos de taco.
La onda pasional quedó atrás y lo que se ve es una anfitriona informal, algo desordenada pero no mucho.
- ¿Te preparo café? – pregunta, sin segundas intenciones.
- Bueno, ya que insistís – respondo, sentado en un blando canapé.
Mientras busco los cigarrillos, pienso que debo ajustar la sintonía o bien, cambiar de frecuencia. Yo pensaba que el camino a la alcoba, ubicada con seguridad detrás del pasillo que se dibuja al fondo, estaba allanado pero advierto que las cosas no funcionan de ese modo. Veo a Marina de perfil, parada frente al mesón de la cocina, y constato lo que ya sé. Es una ex gordi o una gordi en transición, con buenos pechos y aceptable culo, apenas entrevistos debajo del su vestido negro y sin mangas, más largo que una mini común. El hecho de que esté en medias da una idea precisa de su mediana estatura. De costado su cara luce agradable, con reminiscencias de una actriz de los cuarenta, Joan Crawford tal vez, menos bocona, y además me exime de contemplar sus labios pintados.
- Dani, quiero decirte algo – dice ella, una vez que me alcanzó el pocillo de café y se sentó frente a mí con las piernas cruzadas sobre el piso de parquet.
- Yo también. Pero mejor no digamos nada. ¿Tu pieza esta en el fondo? Método drástico, riesgo de derrape.
- Justo de eso quería hablarte.
- Justo de eso no quiero que hablemos. – digo y me levanto, tratando de que ella haga lo mismo. Me cuesta un poco pero al final lo consigo, tomándola de una mano. Después todo es confuso y hasta precipitado. La pieza está a oscuras pero no al punto de disolver el contorno de los cuerpos. El viento hace ondear los bordes de la cortina de voile, debajo de la persiana. Mi propósito es explorar de a poco a Marina. Soltar su sostén sin quitarle el vestido, rozar sus pezones, pero ella se me escurre y se desviste en un santiamén. Cuando quiero darme cuenta, ya está metida en la cama y con la sábana hasta el cuello. ¿Acaso teme exhibir su incipiente pancita ante un presunto gourmet? Baby, deja que entre el sol. O, en su defecto, la luna.
- Negra, no me vas a decir que te da pudor que te vea en bolas.
- No, me dio frio.
Como para marcar el contraste, me quito la ropa con lentitud sin dejar de mirarla. El resto es previsible salvo en un detalle: una vez que me apodero del cuerpo de Marina, siento que está a mi disposición con una docilidad inusual. Cuando la penetro, deja escapar un gemido. Sus pechos me tientan pero estoy en medio de una marcha sostenida, lubricada por la humedad de su vagina, por sus besos blandos que apenas empardan a los míos. Cuando siento que Marina, con la piel tibia y el interior caliente, está cerca del final, tengo el impulso de salirme y empezar de nuevo. No era lo que imaginaba. Pero me parece una perrada y me dejo chupar por un quejido ronco, que dura varios segundos. Marina dócil y primitiva. ¿Qué tal? No alcanzo a terminar, no me molesta. A menos que sea una perra, no me molesta complacer a una mina resignando mis expensas.
Tampoco me jode que se duerma enseguida, después de reírse por lo que acabé de contarle.
- ¿No tenés una careta?
- ¿Una careta? ¿Para qué? – pregunta sorprendida
- El chascarrillo que te conté antes termina así. “¿Y entonces que querés? Una careta para carnaval.”
Lo que me embola es estar sentado en este canterito, con las lajas cada vez mas duras y frías. Del portero, ni noticias. Tampoco ningún habitante del consorcio que se haya dignado salir ¿No se levanta nadie, son todos noctámbulos empedernidos? El tráfico y la gente que circula por la calle tampoco me causa gracia. Rostros apacibles, caminar distendido, de sábado a la mañana. Bolsas vacías rumbo a la panadería. Cuando la resignación me va copando y estoy a un tris de llamar a Marina para que me abra, veo una silueta corpulenta que se recorta tras la puerta de entrada. Albricias, podría exclamar, pero no puedo. Y no puedo porque la silueta que estoy viendo es la del Esbirro. ¿Qué hace ese tipo acá? Supongo que él se preguntará lo mismo.

- Qué suerte que tenés llave…
- Sí, claro – dice él, boquiabierto. - ¿Vos no tenés?
Es el diálogo más idiota que recuerdo con uno de los tipos más execrables que conocí. Y a la vez, debo admitir que está cargado de una lógica pura. Lo que más me asombra es mi propia espontaneidad.
- No, yo estoy de paso.- digo, sin variar de tono – Vine a visitar a una amiga pero no logré hacerla levantar.

Y son, por Zeus, mis últimas palabras, porque emprendo una veloz retirada, buscando el tibio sol de marzo, el aire fresco de la mañana aún con resabios del viento nocturno. Caras cotidianas, dije. Inocentes como un vaso de yogurt. ¿El Esbirro con Marina? No puedo creerlo. Mejor dicho: puedo creerlo pero no puedo aceptarlo. Comparten, es verdad, el ámbito de la radio. Hasta es posible que se mezclen en algún programa. ¿Qué más pueden compartir? ¿Qué puede haberle visto Marina además de su papada y su cara de cochinillo? Toda la energía libidinal del Esbirro se concentra en sus cuerdas vocales. Y si le queda un resuello, es para embolsar las monedas que le reportan sus operaciones de prensa. ¿Acaso Marina esconde una cocotte detrás de su look emancipado? Pamplinas. Soy un fisgón nocturno y ocasional, no un detective. ¿Qué estará pasando ahora en el departamento? ¿Y si en realidad iba a otro piso? El Esbirro no es boludo. Veinte departamentos y una sola flor.
Paso frente a la Vendetta, en Oroño y Jujuy. Valeria despacha los primeros pedidos. Veo una pareja detrás de la ventana que está sobre la esquina. Abandono la idea del desayuno. Debo pasar por la editorial y no me queda mucho margen. A lo sumo, un café bebido en el minimarket de la GNC. Estoy a dos pasos.
Algunas pullas al entrar, nada raro. El colorado Killer me grita desde su rincón habitual, “Qué hacés, trolito”. Me hago el sota. No estoy para pullas.
- Hacéme un cortado doble, Luigi, sin azúcar.
- ¿Qué pasa, Dani? – pregunta Luigi detrás de la máquina. - ¿Te endulzaron mucho anoche?
Pienso en la espalda desnuda de Marina y una mole de carne se interpone.

Por Daniel Briguet

Un cuento de su último libro "El último Verano" editado por Homo Sapiens

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