lunes, 25 de octubre de 2010

La Extraña


Drama en suspenso o tragicomedia en dos actos. Dormirse a la una y despertarse cuando son poco más de las tres. Fisuras en la pared y el póster de Jimi, francamente deteriorado. Registrar lo que está fijo o quieto, lo que solo da vueltas. Esta película la conozco.

El reloj redondo de cuadrante negro cuyas manecillas blancas marcan las tres y veinte. Casi tocándose, como el sueño y la vigilia. El televisor encendido, la pantalla cubierta de grises titilantes y un zumbido que me recuerda al ruido del mar, desde una pieza de hotel. Debería reponer el cable. El escritorio de mi padre que lo sostiene, chapa lustrada que imita la madera. El turbo que apenas atenúa el calor, con el rumor de las paletas rozando la cobertura de alambre, desde que Griselda lo tumbó – porque seguro que lo tumbó – pasando el escobillón.

No sé, a veces me dan ganas de agarrar la Bersa y volarme la cabeza. No porque quiera suicidarme, no tengo bolas para eso. Pero se me ocurre que un buen disparo podría perforar el culo de la duermevela (¿Se dice así? ¿Duermevela?).
Ella emite suaves ronquidos y no parece darse por enterada. Con la boca entreabierta, su cara no es agradable. Es rústica y redondeada, tocada por una sensualidad que apenas respira. Eso lo descubrí después de un tiempo. Podría despertarla e iniciar un diálogo, podría deslizarme entre sus piernas y penetrarla, duermevela de muslos rellenos y compactos. Pero no me parece apropiado. Está bien como está, a una distancia sideral. Como al comienzo, cuando avanzaba cual sombra en movimiento por la vereda oscura de Jujuy, antes de llegar a Alvear. Las piernas largas y firmes, a grandes trancos. Un aura inquietante se desprendía de esa desconocida que veía pasar casi todas las madrugadas, sentado en la barra del boliche de la GNC. Tal vez nunca debí abordarla. Pero entonces era la Extraña y así empecé a nombrarla.
Acostada a mi lado, es otra cosa. Un cuerpo muelle, cubierto por una sábana azul floreada que deja ver sus pechos grandes y algo caídos, después de la tormenta. Los primeros lances fueron duros. Duros y sin resultado. Avanzada la primavera y con la calle abierta por la luz del alba, pensé que era tiempo de intentar algo. Esperarla en la esquina, piropos esforzados, hasta una invitación para la fiesta aniversario de Chicago Blues. Rebotes contra un muro infranqueable, que apenas me concedió un par de monosílabos. Pero que al menos me sirvieron para saber que se trataba de una mujer y no de un fantasma, una muchacha de entre 25 y 30 años, de cuerpo más bien pródigo, que solía usar un vestido mini color amarillo – de ahí la imponencia de sus piernas en la penumbra – o unos jeans ajustados con una remera suelta. Por el horario y la dirección de sus pasos, supuse que trabajaba en los talleres de una fábrica de ropa informal, ubicada dos cuadras más adelante.

No soy insistidor sino en la obstinación. Y lo que la Extraña activaba era una obstinación digna de causas más palpables. Hasta que decidí tirar la toalla. Digo, “decidí” y tal vez el término resulte ampuloso. Porque lo mío fue más bien una retirada por inercia, el efecto natural de una escalada de fracasos que se acumulaban sin miras de otra cosa. Esa mujer me había exigido más allá de lo que mi vulnerable ego podía dar. Recuerdo cuando ocurrió el quiebre o cuando lo sentí: estaba sentado en una banqueta del minimarket, frente a un pocillo de café, y la sensación que tuve fue que la Extraña nunca perdería su condición de tal. Era como el límite de aquello que debe aceptarse porque no se puede atravesar. Y si bien la sensación no fue de regocijo, al menos me trajo cierto alivio. Que duró unos minutos. Justo hasta que ví abrirse la puerta de vidrio y el perfil de su cuerpo pródigo que entraba y se dirigía al mostrador donde atendía Gustavo.
Llevaba unos jeans desteñidos, una remera breve que descubría la base de su espalda y unas ojotas. Quedé sorprendido tratando de mirar sus pies pero enseguida reaccioné y percibí que algo había cambiado. Y ese algo no era un detalle. Después que compró cigarrillos y una tira de chicles, enfiló para salir. La miré esperando aunque fuese una breve devolución. Cuando empuñó la barra de metal de la puerta, levantó un par de segundos la mirada, alcancé a decirle hola y prodigiosamente, ella esbozó una respuesta, más en los labios que con las cuerdas vocales.
Casi nada y, no obstante, todo lo que tenía para salir detrás, ponerme a la par y farfullar un speach. Menos mal que en ese momento no había tacheros conocidos. La playa de la estación estaba vacía y facilitaba mi accionar.
- Bienvenida al minimarket de la GNC – dije, como un boludo que la va de gracioso. – No es una cosa de locos pero sirve para hacer un alto en el camino. Y a propósito, ¿te molestaría que te acompañara un par de cuadras?
- No necesito escolta – replicó, en tono neutral – y estoy al filo de la entrada al laburo. Hizo una pausa y luego preguntó:
- ¿No te cansás de seguirme?
- En realidad si pero creo que vale la pena.
Aún con su pátina de lance, no dejaba de ser un halago. Pareció aceptarlo, dedicándome otra mirada fugaz. En el trayecto hasta Pueyrredón pude saber que se llamaba Mariela y, como pensé, trabajaba en los talleres textiles. También que era una chica parca, más allá de mi persistencia.
Ella sigue emitiendo suaves ronquidos y ya empieza a molestarme. Su rostro sumergido en el sueño pierde todo viso de sugestión y lo que veo ahora es la máscara de una chica boba. Lo más irritante es la placidez que la envuelve mientras mi cabeza trabaja a full y solo atino a fumar un pucho tras otro Tal vez debí dejarla pasar aquella tarde. ¿Pero cómo resguardarse de la fatalidad antes de saber qué rostro tiene? Estaba sentado en el umbral de la panadería, eran cerca de las cuatro y la ví asomar detrás de la columna de la ochava. Elemental: si entraba a alguna hora, a otra hora de debía salir. Me paré y la llamé. Se detuvo sin mucho entusiasmo.
- Mariela – dije, cuando ya había bajado a la calle. – Acabo de descubrir que, además de entrar, salís.
Parada, a unos metros, parecía enfrentarme.
- Sos rápido vos – replicó con ironía. - ¿Me llamaste para decirme eso?
- No. Te llamé para decirte que me gusta más cuando salís.
Creo que por primera vez me miró con detenimiento, como si yo pudiera despertarle algún interés.
- ¿Vos te querés acostar conmigo, no?
Eso es lo que me gusta de las chicas del arrabal: que no andan con vueltas.
- La verdad es que no me disgustaría aunque tampoco es una cosa urgente...
Sonrió apenas, sin quererlo.
- ¿Vivís por acá?
- A media cuadra – dije, señalando con un ademán. Y le dí la dirección precisa. - ¿Querés que te la anote?.
No hace falta – dijo y siguió caminando. Y dejándome en bola porque su “no hace falta” era una expresión del todo ambigua. Repetí el acto, otras veces espontáneo, de sentarme a fumar en el umbral de “La nieve” y la vi pasar un par de veces más. Un “hola”, a lo sumo “un como estás” y paremos de contar. Terminó pareciéndome tonto. El pie excluyente de este juego era ella y el paso adelante – o al costado – dependía enteramente de su voluntad. De modo que no insistí con los encuentros espontáneos y tampoco me empeñé en descular lo que solo tenía un culo visible, no un enigma.
Pasaron un par de semanas sin novedades y al cabo, me preparé para aceptar una segunda pero digna derrota. Una noche en que estaba mirando tele sin muchas ganas, sonó el timbre. Eran más de la diez y mi sorpresa fue doble: Claudia no podía ser porque nunca pasaba sin avisarme; a la vez, por acuerdo de los vecinos, la puerta del pasillo se cerraba con llave antes de las nueve.
La chica boba se ha puesto de costado, dándome la espalda y sus ronquidos parecen haber cesado. Es la espalda de una mina laburante, alguien que, pese a ser joven, puso sus músculos en movimiento hace bastante tiempo y no para levantar pesas. Me gustaría besarla despacio pero el timbre ha vuelto a sonar y no puedo desprenderme de su llamado. Salí al patio como estaba, con unos slips, abrí la ventanilla de la puerta y lo que asomó fue el rostro de Mariela, con los labios pintados y algo de rimel en sus ojos achinados. Dos defectos que no empañaban su condición. Porque en ese momento, bajo el alero sin luz del pasillo, Mariela era la Extraña.
- Surprise – dije, tragando saliva. – Esto es lo que se llama una visita inesperada. - Hola – dijo sin inmutarse. ¿Estás ocupado?
- Para vos nunca podría estar ocupado – repliqué, abriendo la puerta. Tenía un vestido de algodón estampado, tan largo como el amarillo pero más ceñido, y unas sandalias de cuero. Lucía deseable aún con su incipiente maquillaje.
- ¿Cómo hiciste para entrar?
- Toqué el timbre del departamento 1
- Muchacha decidida. Eso me gusta (Coca, del 1, debía estar pinchando con alfileres muñequitos parecidos a mi).
- No viajé media hora en cole, ni dejé los chicos con mi vieja, para volver sobre mis pasos.
Cuando dijo esto, ya había traspuesto la puerta de la cocina y acababa de dejar su cartera sobre la mesa. Cerré con llave, la tomé del cuello y la besé apenas en los labios. Ella me besó con más fuerza, hundiendo su lengua en mi boca como si le perteneciera. Mientras nos propinábamos feroces chupones, fui desanudando la tira que sostenía su vestido. Dos finos breteles blancos se hundían en sus hombros macizos.
- No me gusta que me desnuden en la cocina.

Podía entenderla. Una operaria textil no es una pichi extravagante. Podía entenderla pero no cejar en mis propósitos.
- A mi si me gusta – dije. Es más: hasta podría cogerte sobre la mesa.
Hubo un intento de resistencia que no pasó a mayores y yo me dediqué a explorar el cuerpo de la Extraña como lo había imaginado tantas veces. La aureola marrón de sus pezones, que saltaron ni bien pude liberarme y liberarla del corpiño. El vientre combado, cubierto por una pelusa fina y abundante. La diminuta bombacha negra, que corrí hacia abajo hasta descubrir un triángulo de pelo espeso y renegrido.
Lo bueno no puede durar. Ese axioma me persigue. Después de un breve y silencioso interludio, ella vuelve a su posición original y, lo que es peor, vuelve a roncar. ¿Será una represalia que me envía desde el sueño?. ¿Pero porqué? Mariela entró desnuda a la pieza luego que yo arreglara un poco la cama y se tendió sobre ella, con las piernas ligeramente abiertas. La suya era una posición expectante, no inerte. Respondió a mis caricias, chupó con ganas mis tetillas y cuando por fin penetré su vagina húmeda y caliente, entrelazó sus piernas con las mías y se aferró a mi cuerpo como si no quisiera perderme. Al avanzar el polvo pude sentir que era diestra en sus movimientos, que sabía ser fogosa si se lo proponía y, sobre todo, que no tenía reparos en procurarse todo el placer que pudiera. Pero esta sensación surgió seguida de otra, menos grata. Mariela podía calentarse conmigo y hasta desearme. Lo que no exhibía era la menor onda. Lo suyo era coger y a eso había venido. Tal vez por eso el encuentro derivó en una contienda, un contrapunto de aguantes para ver quién imponía sus razones, y su gemido final, casi un grito, pareció mezclar el triunfo y la derrota en un flujo desbordante.
Después tomamos vino blanco en cantidad, ella más que yo, y compartimos sus momentos más locuaces. Me contó que tenía dos hijos, una nena y un varón, que se había juntado muy joven y, como era previsible, de su ex no quería saber nada. Vivía con su madre en la zona sur, pasando calle Arijón, y antes de trabajar en los talleres estuvo conchabada como empleada doméstica.
- ¿Y ahora tenés pareja?
- Hay un muchacho que me invita a salir.
- ¿Y a coger no te invita?
- No es algo que te importe... Pero, si querés saber, sí, a veces me invita.
- ¿Y a que debo el honor de la visita?
- ¿Vos querés decir que una mujer solo puede acostarse con un tipo?
- No. Quiero saber qué es lo que te atrajo de mí, aparte de mi empeño.
Sus párpados parecían caerse. Sentada contra el respaldar de la cama, solo la fuerza de la inercia la mantenía en esa posición. - Me gustó cuando... Me gusto que me dijeras que te gustaba verme salir. A mí también me gusta.
A Mariela le costaba hablar, le costaba sonreír y, eso era evidente, le costaba mantenerse despierta. En un par de frases había resumido esos tres rasgos. Su cabeza se deslizó sobre la almohada y sus ojos achinados terminaron de cerrarse hasta conducirla a un manso sueño.
Estoy pitando el último pucho que me queda – no sé que haré después – y todo ha vuelto a su cauce natural. Tengo a mi lado una intrusa que duerme a calzón quitado, literalmente. Nada que ver con la sugestión que me provocaban aquellos largos pasos en la penumbra de calle Brown. Pero tampoco un signo de familiaridad o cercanía. Mariela es una intrusa que me tiene atado de las bolas. No puedo dormir. No puedo salir a tomar un café. No soporto su respiración acompasada y sonora.
Voy a la cocina a ver si encuentro algo. Aunque sé lo que puedo encontrar. Una botella con restos de ginebra, bebida que solo tolero amortiguada por varios trozos de hielo. Vacío media cubetera en un vaso grande y lo lleno despacio, hasta llegar a un dedo debajo del borde. Miro las prendas de Mariela, una baba multicolor derramada sobre las baldosas blancas. Cada una corresponde a un movimiento, un avance efectuado con precisión y algún esfuerzo. Cada una remite a un hallazgo. Creo que ese preludio fue lo mejor de la noche pero no tengo ganas, ni estoy en condiciones, de realizar un balance.
No tardo en acabar el primer vaso. Me sirvo otro, aprovechando que queda hielo, y vuelvo al dormitorio. El escenario es el mismo. Solo que ahora no tengo qué fumar. Podría revisar su cartera pero la aprensión que siento me inhibe de cualquier iniciativa. Busco en el cenicero de vientre profundo algunas colillas con restos de tabaco. Es indecoroso pero es lo que puedo hacer. Finalmente encuentro una que debe tener dos centímetros después del filtro. La enciendo y chupo con fruición. Justo ahí ella deja escapar un ronquido más fuerte e irregular, algo que sale de la partitura. Puede ser el humo, no importa el por qué. Creo que es el límite, extraña de las sandalias de cuero.
Apago la luz del velador y me acerco a su rostro, marcado por los reflejos de la lámpara del patio. De su boca brotan vahos de alcohol. Me siento mareado y me duele la cabeza. Me cuesta enfocar la pantalla del tele que sigue encendido, sin sonido. Imagino lo que vendrá en un rato y es como el epílogo de una pesadilla. No será, con seguridad, el despertar de la criada. La bella contención del cuadro de Sivori estalla en una sucesión de apurones, movimientos rápidos, premura por no llegar tarde. Advertirá, en medio de la resaca y los párpados pesados, que solo le quedan cinco o diez minutos, correrá hasta el baño con su culo blanco al aire, saldrá con la cara más fresca, recordará que su ropa no está en la pieza, mirará por un segundo mi rostro ojeroso, si es que mira, cómo salgo, las llaves están sobre la mesa, tirálas debajo de la puerta. La pequeña pantalla que cuelga del cielo raso gira como un platillo. Estoy mareado de verdad o las cosas tienen movimiento. Gira y da más vueltas, la pantalla de plástico, quiere ser feliz... Vuela en un cielo cada vez más difuso...
- ¿Dormiste bien? – pregunta, mientras se dirige a la cocina. Debe sentir que tiene que decir algo.
- Sí, bárbaro – contesto, acurrucado debajo de la sábana, mientras la veo pasar desnuda, a largos pasos, contra las primeras luces que entran por la ventana.

Daniel Briguet

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